VARSOVIA
Mi avión salía a las diez y media de la mañana, así que puse el despertador a las ocho y media. Por suerte, los vuelos de Ryanair salen de la termial T1, a la que desde casa se llega con bastante rapidez; y además no tuve problemas ni demoras al pasar seguridad, de manera que a las nueve y media estaba ya en la puerta de embarque. Lástima de tiempo robado al sueño en balde, porque luego el vuelo se retrasó algo más de una hora.
El viaje en avión transcurrió sin novedad y, cosa rara, sin molestias de niños berreando, o del pasajero de detrás zarandeando el respaldo. En la fila de al lado mío había una jovencita que tenía un tic nervioso terrible, que imagino debía de hacerle la vida imposible: no paró de estirar el cuello y hacer movimientos raros con hombros, brazos y manos en todo el viaje. Y cuando escribo “no paró” debe entenderse literalmente: ni dos segundos pudo estarse quieta, la pobre. Debe de ser amargante vivir con unos espasmos así.
Aterrizamos en el aeropuerto de Modlin, que es la pequeña ciudad adonde llegan los vuelos de Ryanair. Al bajar del avión hacía viento y frío: no mucho de lo uno ni de lo otro, pero yo llevaba la ropa “española” y el corto tramo a pie por la pista hasta entrar en la terminal se me hizo largo. Para llegar a Varsovia se tarda aún hora y media larga: primero hay que coger un autobús desde el aeropuerto al propio Modlin, y después un tren hasta la estación de Warszawa Wschodnia, que -como su nombre claramente indica- está al este de la capital, en el famoso distrito de Praga, sobre la margen derecha del Vístula. Aún desde ahí tuve que coger otro tren, éste de cercanías, para llegar al hotel donde había reservado habitación, situado en el distrito de Powisle, que -como su nombre claramente indica- está po Wisle, o sea junto al Vístula. Así que, entre unos transportes y otros, pasaban largas las seis de la tarde cuando me vi por fin en una cálida y cómoda habitación de hotel; aunque apenas me sobraba un poco de tiempo para descansar antes de ir a ver a Ania y Sandro -los dos únicos amigos que me quedan en esa ciudad-, a quienes había avisado de mi llegada.
Ese descanso se me fue en un suspiro y cuando quise darme cuenta tenía los minutos contados para poder ser puntual. Salí a toda prisa y, aunque cogí el autobús adecuado, me bajé en la parada equivocada, de modo que llegué tarde igualmente; pero la equivocación me sirvió para comprar, al pasar por una tienda, una botella de vino con que agasajar a mis anfitriones. Curiosamente, Sandro apenas bebe, y somos siempre Ania y yo quienes nos trincamos el caldo. De esta visita apenas hubo nada que destacar, así que la despacharé con un par de frases. Como en otras ocasiones, hablamos de temas varios, ocupando lugar preeminente su hija, María, por la que la madre siente una pasión desmesurada (lo cual es comprensible en esas maternidades tardías y con hijos únicos). Sandro, por aquello de que es italiano, preparó unos espaguetis a la carbonara, que suelen salirle muy ricos. A última hora Ania se disgustó al escuchar mi defensa de Rusia en el conflicto con Ucrania. Me dijo que me parecía a su padre, hombre al que, pese a mis largos tratos con ella, nunca llegué a conocer. Por lo mal que -al parecer- se llevan ambos, y sabiendo lo progre que es Ania, presumo que él quizá sea uno de esos acérrimos del sistema socialista y añorantes de los tiempos del bloque soviético. Además debe de ser todo un personaje, por lo que la hija me ha contado.
Cuando me puse en son de vuelta era ya algo tarde y Ania me pidió un taxi tipo Uber, que en Varsovia salen muy baratos: apenas pagué el triple de lo que cuesta un billete de autobús. El conductor, casualmente, era de Azerbayán y pude hacer (bayán) con él mi primer ensayo del ruso. Para más casualidad aún, me dijo que estaba afincado en Bielorrusia; y por supuesto me contó las maravillas de su país, con especial hincapié en la comida y la calidad de los alimentos, encareciéndome que fuese a conocerlo. Tal vez en otra ocasión.
BIALA PODLASKA
Mi tren a Biala salía a las dos y pico de Warszawa Wschodnia, la misma estación a la que había llegado desde Modlin la tarde anterior, y como me sobraba tiempo después del check-out en el hotel me quedé un rato leyendo en el restaurante; pero tan absorto estaba que al final tuve que salir a toda prisa y pegarme el sofocón para no perder el tren, dejándome además olvidado sobre la mesa, e irremisiblemente perdido, un gorro de lana que me había regalado mi hermana Cristina años atrás y al que tenía particular cariño. No sé si habré hecho algún viaje en el que no haya perdido ninguna prenda.
El viaje en tren fue de lo más tranquilo y cómodo, y al caer de la tarde estaba ya en mi destino. La estación de Biala queda algo retirada del centro del pueblo, pero hice el trayecto a pie -cosa de media hora- para mover un poco el esqueleto. El hotel donde me alojé lo conocía ya de anteriores ocasiones; y tuve además suerte, pues no me dieron la habitación que me habían asignado otras veces, justo junto a una puerta del pasillo que pega un golpe al cerrarse. Por cierto, como ya dije antes: ¡vaya que están caros los hoteles en Polonia! Cuando yo conocí el país era un paraíso para los viajeros, pero con el tiempo han ido subiendo los precios y, desde que Rusia intervino en la guerra en el Donbas y la Unión Europea le declaró enemistad eterna, la masiva afluencia de refugiados ucranianos ha disparado todo lo que tenga que ver con el alojamiento y la vivienda. Por la habiación de Varsovia pagué más de sesenta euros, y por la de Biala -que es una localidad de tercera categoría- unos cuarenta y cinco.
Biala Podlaska me resulta ya familiar por mis anteriores viajes a Bielorrusia: está a treinta y cinco quilómetros de la frontera y no es un pueblo tan pequeño que no tenga varias opciones de alojamiento y un decente surtido de restaurantes, tiendas y otros servicios. El tren en el que llegué continúa hasta Terespol, ya sobre la misma frontera (aunque no la cruza), pero ese sí que es un pueblo pequeño y apenas hay una casa de huéspedes donde quedarse. Así que, para estos viajes, he establecido en Biala mi base de operaciones. Y no debo de ser el único que lo hace, a juzgar por el movimiento en los varios hoteles que hay.
Las dos jornadas que pasé en Biala esperando a que comenzase el plazo de validez de mi visado las empleé en preparar el cruce de la frontera y la estancia durante mis primeros días en Bielorrusia: compré un billete para el autobús, reservé un hotel por cinco días en Brest y avisé de mi próxima llegada a mis conocidos en dicha ciudad. Aviso, por cierto, que recibieron con menos calor del que esperaba: ni Julia (una vieja amiga de mis tiempos en Varsovia), ni Tatiana (su madre, a la que conocí el verano pasado en mi primer viaje a Bielorrusia) ni Ruslan (una amistad casual que había hecho durante dicho viaje) mostraron gran entusiasmo ni un particular deseo de verme. Y el caso es que fue la propia Tatiana quien me había autorizado a usar su nombre y dirección para solicitar el visado. El resto del tiempo lo dediqué a pasear, ir a restaurantes y hacer alguna compra de última hora, como por ejemplo un gorro nuevo en sustitución del perdido.
El invierno en esa región daba sus últimos coletazos: hacía bastante frío y en un par de ocasiones cayeron unos breves copos de nieve. Esos dos días fueron grises y tristones, melancólicos. Las amplias calles del pueblo, y su enorme plaza central, estaban casi vacías.
LA FRONTERA
Mi autobús salía a primera hora de la mañana, sobre las 8:30; temprano para mis hábitos de sueño, pero como era domingo había menos servicios, y el siguiente no salía hasta la después del mediodía, que era ya un poco tarde, teniendo en cuenta que a veces se tarda mucho en pasar la frontera y que la hora local en Bielorrusia era dos más que en Polonia; y no quería yo llegar siendo ya de noche. Así que hice de tripas corazón y “madrugué”. Por suerte, al menos, del hotel a la parada de autobuses sólo se tarda diez minutos.
Como en ocasiones anteriores, había comprado el billete por internet a través de una web bielorrusa que funciona bastante bien, pero en la que no aparecen todas las empresas que hacen el trayecto. Es decir, que hay más servicios, y además algo más baratos; pero no hacía falta arriesgarse a comprar el pasaje sobre la marcha y que resultara que no había sitios libres. Salvo una compañía que pone autobuses, las otras tienen furgonetas y sólo entran diez o doce personas.
Llegué con algo de margen, pero el transporte no tardó en llegar. Curiosamente no me pidieron el billete, y ni siquiera comprobó el conductor, como sí lo hiciera en las otras veces, que tenía visado para entrar. Descuido arriesgado por su parte, porque si alguno de los pasajeros no puede entrar al país no sería el primer caso en que mandan a todo el mundo de vuelta; aunque eso es más probable al regresar, porque los polacos tienen más mala leche.
En comparación con mis viajes anteriores, el tránsito fue rápido y fácil. No hubo que esperar nada de cola y apenas tardamos cuatro horas, que es todo un logro, en llegar a la estación de Brest. Debido al conflicto en Ucrania, a la amistad entre Rusia y Bielorrusia y a la enemistad de Polonia con estos dos, el gobierno polaco ha cerrado unilateralmente tres de los cuatro puntos fronterizos, de modo que lo habitual es que se tarde bastante más, sobre todo en dirección contraria: cuando pasamos el puesto de control vi una cola enorme de coches en dirección a Polonia, e incluso muchos autobuses, pese a que tienen prioridad y pasan por una línea diferente. Con frecuencia, la gente más despierta se pasa del último al primero, si hay sitio, aunque les toque pagar otro billete. Una conocida que días después hizo dicho trayecto me dijo que había tenido que esperar casi un día, aunque no sé si viajaba en coche o en transporte público.
De manera que serían sobre las dos y media cuando llegué por fin a la terminal de Brest, desde donde me fui andando al hotel para hacer algo de ejercicio. Se tarda cerca de media hora a pie. Y no; no sea usted malpensado: no lo hice para ahorrarme el tranvía: el transporte urbano en todo el país tiene un precio tasado de ochenta kopeks, o sea menos de treinta céntimos.