DESPEDIDA Y CIERRE
Lo que queda por contar de este viaje tiene ya escaso interés incluso para mí; tan poco, que no sé si vale la pena escribirlo: el principal destino, que era Bielorrusia, ha quedado atrás y sólo me resta poner aquí algunas notas sobre la última etapa de mi vuelta, hasta llegar a casa.
El hotel que había reservado en Varsovia resultó ser muy bueno, sobre todo en relación al precio, que no llegó a cincuenta euros por noche. Lo había escogido por su cercanía al aeropuerto, pero presumo que la tarifa que conseguí tenía alguna relación con esas fechas pascuales de escasísima ocupación hotelera en Polonia. Era un edificio bastante nuevo y moderno: espaciosas habitaciones con todas las comodidades, ventanas hasta el suelo, moqueta por todas partes, equipo completo de té y café, agua mineral con gas, nevera, amplio cuarto de baño, cómodas camas, bien diseñada iluminación, tabiques y puertas aislados acústicamente, etc. Aparte, en el sótano, gimnasio y sauna de uso gratuito para los clientes; instalación esta última que aproveché para darme una buena sesión aquella tarde antes de salir a cenar. Un lugar óptimo, en suma, para descansar un par de noches antes de coger el avión a Madrid.
Lo primero que hice fue llamar a Ania por si daba la rara casualidad de que estuviese en Varsovia; y resultó que sí: ella y Sandro habían cancelado sus vacaciones de Semana Santa en Roma porque alguien de la familia de él, que allí vive, tenía la gripe china y, claro está, no podían exponer a su dulce hijita a riesgo tan letal; así que quedamos para el día siguiente.
Como casi todos los restaurantes de Polonia están cerrados en estas fechas, apenas tuve opciones para elegir dónde cenar: o bien el carísimo que había en el hotel, o un tailandés cercano, tampoco precisamente económico. Aun así, me decidí por éste, en parte para variar la dieta de comida eslava que había venido siguiendo durante todo el mes anterior. Como es costumbre en estos sitios de comida rápida oriental, tenían un menú inacabable de platos enormemente parecidos. Tras estudiarlo un rato escogí un arroz con carne de venado. Le pregunté al hombre si hablaba inglés y, sin dudarlo un segundo, me contestó que sí; pero lo cierto es que no entendía ni una palabra y tuve que indicarle mi elección con el dedo.
Me resulta muy curioso darme cuenta de la distinta mentalidad de los pueblos: cuando a un eslavo le preguntas si habla inglés, normalmente te dice que no, aunque algo sepa; y en el mejor de los casos, si su nivel es mediano o incluso bueno, te dice que “sólo un poco”. Los asiáticos, por contraste, suelen tener la actitud diametralmente opuesta: su respuesta es a menudo afirmativa aunque no sepan decir más que “hello” o “yes”. Con espíritu tan derrotista como el eslavo, no es de extrañar que ninguno de los países de la Europa oriental ocupe un puesto destacado en el desarrollo económico.
En este caso, el empleado conocía incluso la palabra “spicy”. Me arriesgué a pedir el arroz picante porque ya tengo aprendido que los restaurantes extranjeros suelen tener sus comidas adaptadas a los gustos locales; de otro modo, no me había atrevido: en Tailandia, los platos sin el peligroso adjetivo son ya bastante picantes, y los que lo llevan no hay boca que los aguante. Y no me equivoqué: me sirvieron un enorme plato apenas ligeramente spicy que hube de aderezar, para darle un poco de gracia, con una salsa roja de pimienta cayena que había por allí; y aun así me quedé algo corto. De la carne no puedo afirmar con rotundidad que no fuese venado, pero a mí me pareció ternera vulgaris, y además bastante insípida. Eso sí: la ración era tan exagerada que, aunque traía yo bastante hambre, no pude acabármela. Quedé servido de comida rápida tailandesa para los próximos años.
El día siguiente estuve dando un paseo por las desiertas calles de Varsovia, tanto más vacías en aquel barrio, Słuźewiec, donde comienza la periferia sur. Una ubicación muy a propósito para estos últimos días también periféricos de mi viaje, e igualmente acompasada a mi estado de ánimo.
Aquella tarde opté por una cena temprana y ligera en el restaurante del hotel, que -pese a lo frugal- me costó un pico, antes de irme a casa de Ania. Fue una visita más bien corta: ya nos habíamos puesto al día el mes anterior y no teníamos gran cosa que contarnos; de modo que a las diez y media estaba ya de vuelta en mi habitación.
EPÍLOGO
Principié estas notas preguntándome dónde y cuándo se sitúa el inicio de un viaje, y en este punto de la escritura me surgen las mismas preguntas respecto al final. Advierto que estoy ya escribiendo con desgana y que, si aún redactaré este último párrafo, será más por mor del orden y la redondez que por las ganas o la conveniencia de contar algo que tenga algún valor. Quizá sea acertado concluir que los viajes, en nuestro ánimo, tienen un desfase, un adelanto respecto a las fechas reales: sentimos que tanto su inicio como su final se producen, en términos temporales, antes de que lo hagan en términos geográficos. O a lo mejor esto es sólo una engañosa impresión que tengo ahora, derivada de lo fácil y cómodo que fue mi regreso a casa, sin incidentes ni anécdotas que lo salpimentaran: la hora del vuelo era muy conveniente, como también lo fue la cercanía del hotel al aeropuerto. Mi tránsito por el control de seguridad fue indoloro y la navaja suiza que había traído por descuido en el equipaje no fue requisada, como había venido temiendo desde hacía varios días: resulta que está permitido portar en cabina herramientas cortantes con hoja de hasta seis centímetros, y la mía era de cinco. El vuelo fue muy tranquilo y a media tarde estaba ya en Madrid, sano y salvo. La aventura bielorrusa había concluido — quién sabe si para siempre.
¿O es tal vez que la persona, real o imaginada, destinataria de estas notas ha ido difuminándose poco a poco en mi pensamiento? Puede ser. Todo puede ser.
Hola free, creo que para vivir “aventuras” no puedes viajar de forma convencional. Ha de ser un viaje de mochilero, o con una moto que si es vieja y se avería pues mucho mejor porque conoces gente que te ayuda y de paso te invita a casa a comer con su familia, o viajar con bici sufriendo las pendientes y el clima y por supuesto acampando a la interperie o buscando a alguien que te aloje. Son ejemplos de gente que sigo en el yutube. Pero viajar con pelas y alojarte en hoteles no es un sistema propicio para que pasen cosas “extraordinarias”…creo. A no ser que seas un espía con una misión, ja, ja, ja.
si algún día pasas por la zona de Castellón me envías un correo y te invito a una paella y a unas birras. Un saludo
Hola y gracias por comentar. Me temo que debo de haberme expresado muy mal a lo largo de esta serie dedicada a Bielorrusia si he dado la impresión de que buscaba aventuras. No obstante, es un tema interesante el que propones. Casi toda mi vida he viajado como dices: o de mochilero o de motero (sí, yo también he seguido por Yutú las desventuras de Miquel Silvestre y, de hecho, en una ocasión me comentó que, en sus inicios como viajero, se había inspirado en mí), pero ya dejé atrás aquella etapa: supongo que me he aburguesado y, sobre todo, me he hecho mayor. He aprendido que “aventuras” es casi siempre sinónimo de “malos tragos”, de los que no siempre se sale indemne o incluso con vida, a la que tal vez voy cobrando más aprecio a medida que se me va acortando. De todas formas, y más por hacer un poco de abogado del diablo que por verdadero convencimiento, viajar en transporte público es a menudo más útil para conocer gente y sumergirse en la cultura local que hacerlo cómodamente sobre el asiento de la moto, o incluso trabajosamente a pie: el viajero “autónomo” (o, digamos, “semoviente”) no necesita comprobar horarios, adquirir billetes, preguntar por paradas, estaciones o destinos, etc. Sale cuando quiere, va a donde le dá la gana, para cada vez que le apetece y pernocta en su tienda donde le parece bien. En estos aspectos, nada lo fuerza a interactuar con otros seres humanos y se pierde la ocasión de hacerlo que proporcionan tanto el transporte como el alojamiento públicos. No pretendo que este argumento tenga gran fuerza, pero me parece que es más la actitud del viajero que su medio de transporte lo que determina que se encuentre con aventuras en su camino.
Será un placer tomar esa paella y esas cervezas cuando vaya por Castellón.
Saludos.