HOTEL VITEBSK
Mi casera de Suvórova había quedado molesta conmigo a raíz de la multa que le pusieron las chinovniks de migración. Me culpaba a mí por no haberle dicho que no tenía “el registro en regla”, pero no hubo manera de hacerle comprender que, por un lado, yo mismo lo ignoraba y, por otro, ella también ignoraba que le incumbía la obligación de pedírmelo (suponiendo, como queda dicho, que eso no se lo hubiesen sacado de la manga allí mismo los de la udelenie): de haberlo hecho, no la habrían sancionado. Pero la casera porfiaba, desconfiada, en que yo quise eludir la ley y había actuado con ella de mala fe; y la larga discusión que tuvimos al respecto (por chat, claro está) llegó en algún momento a rozar lo absurdo. De manera que, aunque estaba bastante a gusto en ese piso y la mujer en ningún momento se opuso a que prorrogase mi estancia, al finalizar la semana que había pagado por adelantado me mudé al hotel Vitebsk; no sólo por este desencuentro sino también para cambiar un poco de aires y vivir la experiencia que el nuevo hospedaje prometía ser.
El hotel Vitebsk es un anacronismo; el testimonio vivo de los mejores tiempos de la Unión Soviética. Se trata de un edificio de diez o doce plantas, el más alto en tres quilómetros a la redonda y ubicado prácticamente en el centro geográfico de la ciudad (de donde deduzco que, en su día, fue seguramente muy emblemático): un paralelepípedo feo y algo deteriorado que, tanto por fuera como por dentro, nos habla con claridad de una época ya trasnochada pero que ahora, con la perspectiva que da el paso de las décadas, tiene para mí el encanto de una gran ingenuidad y me evoca esa nostalgia de las cosas pasadas: pese a los muchos e imperdonables pecados de aquel sistema, en varias de sus facetas parecía insuflado por un genuino espíritu de mejora, y buena parte de su sociedad vivió aquellos años con una tremenda ilusión por el próspero porvenir que, ¡ay!, pensaban les aguardaba. Todo en el decadente pero aún orgulloso edificio es puro años 70 y, desde que puse el pie en él, me recordó a las películas de Mosfilm. El enorme vestíbulo vacío, los anchos pasillos y los amplios espacios sin aprovechar, la escasa o nula decoración, el mobiliario desfasado, el viejo enmoquetado, el mostrador de recepción, siempre tras una pecera inabordable en que se parapetan las uniformadas, voluntariosas pero poco resolutivas empleadas; el lánguido restaurante donde, las varias veces que entré, no vi ni un comensal y cuyas ociosas camareras matan el tiempo con desgana; las generosas habitaciones (espléndida panorámica del río, sin estorbos a la vista), separadas entre sí por delgados tabiques que no han conocido, ni conocerán ya, un aislante acústico; las puertas con llaves convencionales (¡gracias a Dios!); las adustas pero con frecuencia maternales mujeres de la limpieza (a menudo el personal más humilde y con mejor voluntad); y, en fin, muchos de los detalles que pueden observarse en los testimonios gráficos de aquel tiempo.
Yo tenía una habitación King size, que era la opción más conveniente (en relación categoría/precio) disponible cuando hice la reserva; en principio sólo por tres días, porque ya me conozco a la clientela de estos hoteles y le tengo pánico a dar con huéspedes ruidosos, sobre todo en edificios no insonorizados. Pero parece ser que estoy teniendo una racha de suerte y, en los ocho días que me quedé al final, no me tocó ningún maleducado al lado; así que, aunque luego quedaron libres unas habitaciones algo más económicas, con cama de noventa, decidí no cambiarme: me gustaba la que me dieron al principio y la diferencia de precio por la cama grande era ridícula; además, y sobre todo, mi vecino era muy civilizado, así que mudarse resultaba un riesgo innecesario.
Aparte de céntrica, la ubicación del Vitebsk era también de lo mejor en términos de comercio y actividades: a sólo tres minutos del casco antiguo pero con más fácil acceso al paseo fluvial y a surtidas tiendas y supermercados. De manera que, por último, había dado con el lugar óptimo por menos de veinte euros diarios. En el bajo, además, había una cafetería muy conveniente para tomarse un desayuno o un té de media tarde.
A UN CLIC DE RUSIA
Había llegado el momento de tomar una decisión sobre la siguiente etapa de mi viaje. En vista de que una extensión del visado bielorrusio no era factible, y de que obtener un permiso de estancia temporal requería una mejor y más detenida planificación, tenía que abordar la opción, concebida ya durante los primeros esbozos de mis planes (como el lector atento recordará) de ir a continuación a Rusia. Ya me había informado, haciendo algunas gestiones, de que no era posible ir directamente desde Bielorrusia, dado que los consulados rusos no tramitan visado para nadie cuyo título de estancia (léase: nacionalidad, residencia, permiso temporal, visado o similar) en el país donde vaya a solicitarlo no tenga validez superior a tres meses. Mi salvoconducto bielorruso era de treinta días, así que no podía obtener la visa rusa aquí. Pero sí podía pedirla en Letonia, gracias a la libertad de residencia de la Unión Europea. Así que, tras verificar esta posibilidad a través de una consulta por email al consulado en Daugavpils (ciudad letona próxima a Bielorrusia y cuya población es mayoritariamente rusoparlante), me puse a planificar el mejor modo de emprender la próxima etapa.
La cuestión, en principio, era bastante sencilla: dada la relativa proximidad de Viciebsk a la frontera letona y los varios servicios de autobús que la cruzan a diario, lo más rápido y simple era tomar uno a Daugavpils, conseguir allí mismo el visado y, una vez en mi poder, coger otro autobús directo a Rusia, ya que Letonia tiene frontera con ambos países. Una ventaja adicional de abandonar Bielorrusia por el norte en lugar de por Polonia era el hecho de que los controles fronterizos con los estados bálticos estaban mucho menos masificados que el único que las autoridades polacas han dejado abierto. De manera que me puse a mirar combinaciones de transporte en esa dirección; y estaba ya a un clic de comprar el billete para el primer tramo cuando caí en la cuenta del problema de las fechas: me di cuenta de que, entre unas idas y otras, más lo que tardasen en expedirme el visado, si hacía lo que tenía pensado no estaría de regreso en España, como muy pronto, hasta la segunda quincena de mayo; y ésas no son fechas para volver a las cálidas regiones mediterráneas, sino para largarse de ellas. En efecto, no sólo me perdería la mejor época para disfrutar de la corta primavera española sino que aterrizaría de plano en los días en que el calor empieza a ser incómodo; y por mucha premura con que planificase un nuevo viaje, en el mejor de los casos iba a comerme el mes de junio entero en España. Así que levanté cuidadosamente mi índice del botón izquierdo del ratón y descarté de un plumazo la idea de seguir camino hacia Rusia. Al fin y al cabo no tenía ninguna prisa, así que ya iría en otra ocasión, quizá este mismo año.
CHIGUNACHNI
Liberada ya, pues, mi mente de la ocupación planificadora, que tanto tiempo y energías consume, no me quedaban más quehaceres que el de ir completando estas notas, dedicarme a mí mismo y acabar de familiarizarme con la ciudad en donde estaba. A dicho fin, uno de esos días exploré el distrito de Chigunachni, situado al oeste del Dvina. Como había imaginado al verlo en los mapas, resultó ser prácticamente una localidad aparte; pero lo que no imaginaba era su aspecto: tenía toda la pinta de haber sido un pueblo -tal vez anterior a la propia Viciebsk- que, pese a estar al otro lado del río, había ido quedando paulatinamente acorralado por el crecimiento de aquélla, aunque su barrio central había resistido al empuje del desarrollo urbano y conservaba las calles de tierra, la parcelación rural y las casas unifamiliares. Lo mismo que he visto en Brest, Vilnius y varias otras ciudades de esta región del mundo: un pueblo dentro del corazón mismo de la metrópoli; lo cual me habla de unos procesos de urbanización muy distintos -y quizá más recientes- que los producidos en nuestra vieja Europa. Es interesante lo que se puede llegar a adivinar de la historia de las poblaciones sin más que observar la estructura y arquitectura de sus ciudades.
Y ya que estamos hablando de arquitectura, mencionaré otra observación que me tiene intrigado: en torno a la mitad -si no más- de los techados de todas las construcciones que hay en Bielorrusia son de uralita, siendo el resto de chapa en sus múltiples variedades: desde la simple ondulada, pasando por la de “parches” superpuestos, algunas -muy pocas- de latón, hasta las más modernas que imitan la teja. Y como todos estos materiales son relativamente modernos me surge una pregunta: ¿cómo techaban los bielorrusos sus casas antes de inventarse la uralita o la chapa de zinc? Supongo que no vivirían al descubierto. ¿Y cómo es posible que no haya visto ni una sóla cubierta de algún material más antiguo; que ninguna se haya conservado? La única explicación que, a bote pronto, se me ocurre es que tal vez durante la época del comunismo hubo alguna política de renovación obligatoria de los tejados a todo lo largo y ancho del país; pero entonces, dado que en aquel tiempo Bielorrusia era sólo una república socialista más, tan dependiente de Moscú como el resto, ¿cómo es que no he observado lo mismo en Rusia o en Ucrania? ¿Quizá no he puesto la suficiente atención? El caso es que, ahora que lo pienso, me parece que puedo decir lo mismo respecto a los estados bálticos: la uralita es la reina indiscutible de los tejados. En Rusia, sin embargo, estoy seguro de haberlos visto de madera, aunque sobre Ucrania no pondría la mano en el fuego. En fin: me pongo como tarea hacer alguna averiguación sobre esta curiosidad.