.
Cuando el avión de la Czech Airlines aterrizó eran apenas las cuatro de la madrugada, pero las primeras luces del alba asomaban ya por el horizonte. El aeropuerto de Moscú Sheremetyevo apenas se desperezaba y el trámite fronterizo, para mi sorpresa, fue mucho más ágil de lo que mis anteriores experiencias rusas me habían permitido predecir. “Este país –pensé– ya no es lo que era: ni siquiera lo hacen esperar a uno en las cabinas de migración.” Mi maleta, eso sí, emergió del carrusel de equipajes en un estado bastante ruinoso, con tres patas de menos, el apoyo principal roto, la cincha suelta y unos cuantos rasguños. Suerte que no metí en ella las botellas de vino que había pensado traer, porque presentaba los síntomas de haber sido tratada no ya con total negligencia, sino incluso con saña. Lástima que no sea posible, siquiera por acotar el descrédito, determinar a quién ha de atribuirse el daño: si a los operarios de Barajas, a los de Praga, a los de Moscú… o a todos ellos por igual. Y no es que yo no comprenda que el oficio de estibador es, tal vez, uno de los menos apasionantes que puedan ejercerse en nuestra sociedad; pero digo yo que, para buscar entretenimiento y diversión esos tíos, o para desahogar sus frustraciones, en lugar de liarse a patadas con los equipajes, ¿no podían patearse los cojones unos a otros? En fin…
Como es normal, para llegar hasta la ciudad a esas horas no hay más medio de transporte que el taxi, y enseguida se le hace patente al recién llegado que una buena mitad de las personas que se ven por la terminal no son ni pasajeros, ni trabajadores, ni empleados aeroportuarios, sino taxistas o, lo que es igual, buscavidas en busca de cliente, cuando no de víctima. Hay también, al parecer, unos trenes exprés que, desde una estación no lejana, enlazan el aeropuerto con la ciudad por 500 rublos. Pero yo, en mi insano afán por reducir al máximo los gastos de viaje, opté por un medio drásticamente más económico: los autobuses de línea normales (el 851 y el 817) que, por tan sólo 28 rublos, te llevan hasta el extremo de una u otra línea de metro desde donde, al mismo precio, puedes ya alcanzar, prácticamente, cualquier otro punto de la gran metrópolis.
El principal inconveniente, en mi caso, de dichos autobuses regulares era que no empezaban a circular hasta las seis, de manera que me tocó esperar casi dos horas en un banco a la intemperie, ya que dentro del aeropuerto no hay lugar alguno donde sentarse; ¡y aún puedo dar gracias a que hallé un lugar donce hacerlo!, pues quienes llegaron después hubieron de aguardar de pie. Por suerte, además, a causa del calentamiento global no pasé frío alguno durante la espera. Cuando al fin llegó el autobús, venía ya medio lleno de las otras terminales; y como para entonces nos habíamos juntado, en la parada, una buena cantidad de viajeros de los de bajo presupuesto, fue una gran suerte (o al menos eso creí al principio) que el conductor abriese las puertas justo frente a donde yo me situé, pues esto me permitió ocupar el único asiento vacío que quedaba: al final del todo, entre la caja recalentada de la maquinaria auxiliar y un fulano que no había visto una ducha en un mes y cuyas ropas, de un indiscutible color pardo, tenían el tenue brillo “ala de mosca” característico del tejido que, a medida que se manosea, ha ido haciendo cuerpo con la mugre. Y no es que esta falta de higiene del próximo prójimo me incomodase mucho, pero resultó que, con el calor que emanaba la maquinaria del autobús junto y bajo nuestros dos asientos contiguos, toda aquella mierdecilla alcanzaba el punto de fermentación y emanaba vapores nauseabundos que me tuvieron a punto del vómito durante la media hora larga que duró el trayecto. Además, por desgracia, no tuve escapatoria posible, ya que justo delante de mí un corpulento viajero había improvisado un asiento sobre su pesada maleta, formando entre ambos una infranqueable barrera que me imposibilitaba cualquier cambio de ubicación; de manera que resulté condenado a mi propia suerte hasta el final: la estación de metro Rechnoy Vokzal.
El metro de Moscú, profundo, intrincado y extenso, es una faraónica obra de ingeniería. Las escaleras mecánicas que bajan hasta los túneles se pierden allá al fondo en una perspectiva cónica de vertiginosa pendiente; y el tránsito en ellas se eterniza, casi angustioso, como por el pozo de una mina. Las estaciones, con andén central y vías laterales, son espaciosas, de altas bóvedas; a veces majestuosas; y largas, capaces para los trenes de ocho vagones que estrepitosos recorren, en una sucesión casi frenética, el subsuelo de Moscú. Sus líneas se ramifican y alargan como grietas en un muro, o como dendritas, cerca de cuyos extremos las paradas se alejan tanto entre sí que, en algunos casos, el tren puede tardar hasta cinco minutos en salvar la distancia que las separa. Yo, dormitando en el vagón medio vacío mientras avanzaba por las interminables galerías, me imaginaba a la ciudad desplazándose sobre mí a una velocidad sideral, como si fuera un fabuloso circuito cuyos nudos iba el tren conectando a su paso por los raíles, y calibraba mentalmente sus enormes dimensiones. Cuando por fin, doce estaciones y dos trasbordos más tarde, emergí de nuevo a la superficie, aún me hallaba en el tercero de los anillos de Moscú, a cinco kilómetros del centro según vuela el cuervo. Se trataba del ancho y ruidoso cruce a dos niveles de sendas arterias recorridas por un tráfico incesante.
El sol teñía ya de amarillo las fachadas laterales de los edificios. No me costó trabajo encontrar el mío: un bloque de pequeños apartamentos al estilo comunista, paralelepípedo, de ladrillo visto que algún día fue blanco y ahora aparecía sucio y gris por el humo de millones de vehículos. El minúsculo portal me da la bienvenida con su macabra sonrisa verde pálido de buzones entreabiertos, que muestran sus huecos como la boca de un desdentado. El rellano es de terrazo amarillento y roto, los peldaños de piedra artificial aparecen sucios y gastados. Las puertas de los apartamentos son ciegas y blindadas, como las celdas de un penitenciario. Tras una de ellas aparece la sonrisa de Masha. Un largo abrazo, unos besos, una ducha y un merecido descanso…
.
A long and exhausting journey for international love. And yet you still find time to write a detailed blog in two languages. Interesting. In fact, as interesting as a person with two jobs finding time to comment on a blog.
But when commenting on a blog, don’t you feel the pleasure of writing, the joy of communication? Isn’t it as enjoyable as working, if not more? Shouldn’t we try to find a balance in life, where there’s a moment for everything? Shouldn’t we try to evenly stow the stuff in our lives, instead of everything on the port or the starboard side?
Balancing acts are for circus performers. lol