Allá se fue mi madre en el más triste de los sueños.
Mi madre moría, y lo hacía como siempre había vivido: sin aspavientos ni artificio, sin afectación, sin graves discursos finales, sin dramatismo; sencilla y discretamente, casi como queriendo esconderse o disimular, como pidiendo perdón por las molestias; sin tan siquiera permitirse el mostrar esa elegancia que nunca la abandonaba, quizá porque entendió que, en su hora póstuma, tal virtud no sería lo bastante discreta; que en ese momento en que cada uno debe despojarse de todo lo que ha sido y tenido en este mundo, y en que lo artificial, lo superfluo, lo cultural, lo no exclusivamente físico, no tienen otro fin que llamar la atención de los que se quedan, la elegancia habría constituido, de algún modo, un adorno gratuito e inútil, un lamentable intento por dejar una última huella en la memoria de los vivos; un no querer morirse del todo, un anhelo por prolongar la existencia más allá de la extinción de la vida…
Nos hallábamos ella y yo solos en una habitación cualquiera, tal vez la mía. Una habitación que era, a su vez, todo cuanto existía: era el mundo y su confín. Y allí estábamos, únicos moradores del universo, sin hacer nada salvo asistir -como actores esperando entrar en juego y como espectadores de nuestra propia representación- a lo que iba a suceder enseguida, a la escena que había de seguir y cuyo desarrollo, de algún modo, conocíamos de antemano; acaso también sintiendo ambos el pesar insoportable de saber que aquel acto de la obra iba a ser, sin embargo, un episodio real, fatal, de nuestras vidas.
Pasado un momento, ella se inclinó un poco hacia la vieja y maciza cama de hierro y, apoyándose en sus barrotes, se sentó lenta y pesadamente sobre el borde como si la carga de un nuevo conocimiento, demasiado abrumador para poder soportarlo, la agobiara. Hizo entonces una pequeña mueca de dolor, que era tal vez el reflejo del que una excesiva responsabilidad le causaba; y después, alargando apenas el brazo, me cogió la mano, la estrechó con una suave presión de la suya y me dirigió una breve mirada llena de amor y de pena, de ternura y de tristeza; no por ella, sino por mí. Y fue este el único momento en que, con el gesto o el semblante, delató sus sentimientos, pues enseguida su rostro adquirió la serenidad habitual, esa paz emocional que la caracterizaba, una tranquila placidez, como quien no tiene deudas consigo ni con el mundo, en paz la conciencia por haber vivido bondadosamente entre los hombres.
Por último, al par que se recostaba hasta apoyar la cabeza sobre la almohada, dijo “bueno, me voy”; cerró los ojos, y ya no era.
Acongojado, comprendí que en la fracción de un segundo la distancia entre nosotros se hacía insalvable, que ella partía desde la vida hacia la nada envuelta en una terrible, sobrecogedora soledad, y sentí el impulso, la necesidad de acompañarla, de gritarle desde mi alma “¡madre, espérame!”; de desnudarme del estorbo de mi cuerpo como quien se desviste y, zambullendo mi puro ser en el océano de su no-ser, bucear en pos de su espíritu hacia esa misma nada en la que ella entraba. Habría despreciado mi propia vida a cambio de acompañarla en su tránsito al aniquilamiento. Pero la soledad de la muerte es insoslayable: no hay sitio para dos en el colapso que nos conduce a ella. El último instante, infinitesimal, único y supremo en que dejamos de existir, cada uno ha de cruzarlo solo.
¿Y qué pude leer en su rostro ya sin vida? Apenas sé describirlo. No era alegría ni zozobra, indiferencia ni seriedad, sino algo sobrenatural e inefable, como una intrascendencia, límpida cual esos pequeños charquitos que quedan entre las rocas cuando la marea se retira; como la mirada vacía de un recién nacido o el gesto absorto de quien, perdido en pensamientos, nada piensa; sin una sola arruga en la frente ni una sombra de pesar en el semblante. Había muerto sin darle importancia, sin una palabra de más, sacrificándose en un heroico silencio sobre sí misma, como quien se muere todos los días o como quien ha de volver pasado un rato. “Bueno, me voy”, había dicho.
Allá se iba mi madre. Allá se fue.
Es de un realismo tremendo, sobrecogedor diría yo…
Muchas gracias.
Así son algunos sueños.