Tras de una curva en horquilla, que salva una loma, aparece de repente ante mis ojos Candal. Estas sorpresas del paisaje siempre me las encuentro -como es natural- al doblar un collado o una revuelta de la carretera. Aplico los frenos y me detengo, boquiabierto, sobre el arcén. Es una vista espléndida. Parece como si acabara de traspasar una puerta invisible, abierta a un valle encantado de fábula o de leyenda. Me evoca una colección de pequeñas acuarelas románticas, desvaídas, que había en mi casa, de un artista catalán. ¿Existen aún lugares así? La aldea, que trepa por la pina ladera frente a mí, recibe un baño de sol y luz que se agradecen a esta altitud, donde la atmósfera es fría incluso en verano.
La conforman, como mucho, veinte o treinta casas construidas enteramente en pizarra; y entre unas y otras se adivina -más que percibirse- un laberinto de callejas escarpadas y escaleras estrechas. Aquí y allá, sobre los barandales de madera, se orean, blancas y brillantes hacia el mediodía, algunas sábanas y prendas. Abajo, cabe un puentecillo sobre el arroyo, pone el contrapunto una construcción enjalbegada. Junto a ella, un par de motocicletas aparcadas desmienten, en parte, el embrujo del lugar. Apago el motor de la mía, me quito el casco y escucho. Advierto entonces la imperfección, lo ilusorio de la escena: no se oye ninguno de los sonidos que deberían serle propios: una esquila, un balido, una azada que hiende la tierra, una voz de arreo, el alboroto de unos niños, un gallo que canta, el parloteo de unas vecinas en la fuente… Nada.
Dejo rodar la moto cuesta abajo y la paro junto al restaurante que sirve de centro social. Pido un descafeinado en la tiendecilla, donde también se venden algunas chucherías artesanas y unos dulces que parecen caseros; algo subiditos de precio, por cierto. Le pregunto al dependiente, que tiene cara de extranjero, si hay algún lugar para hospedarse. Sí, hay varios, pero están todos reservados; es necesario llamar con bastante antelación. En el fondo, casi me alegro de saberlo. Tras apurar mi taza y pagar la consumición, me cambio de calzado y voy a explorar la aldea.
Candal es una de las conocidas aldeias do xisto que hay en esta región de Portugal; aproximadamente una treintena. El xisto (esquisto) es la pizarra, y por eso las llaman así. Esparcidas por las laderas de unas pequeñas sierras al extremo occidental de los montes de La Estrella, hace tiempo que perdieron su población autóctona y, con ella, cualquier vestigio de su antigua vida montañesa. De hecho, varias están prácticamente inhabitadas, medio derruidas; aunque no vaya a pensarse que eso significa abandono, pues las casas tienen su demanda: gentes de Centroeuropa -sobre todo franceses y alemanes-, atraídos por el encanto y la tranquilidad de estos entornos, las compran relativamente caras y las renuevan, bien con idea de habitarlas durante temporadas, bien para sacarles rendimiento económico como turismo rural; o para ambas cosas. Igual que en España, también en Portugal han tenido que ser los extranjeros quienes reparen en la belleza de los pueblos y el especial valor de los entornos tradicionales. Los lugareños rara vez estiman lo suyo (salvo que específicamente se lo ordene Facebook) y casi siempre se dejan deslumbrar por el oropel de la modernidad, esa gran falacia. Hay que reconocerles a las autoridades portuguesas la iniciativa de mantener, e incluso repoblar, estas aldeas.
Según voy trepando por las pendientes o descendiendo por las escaleras de Candal, compruebo que a todas las fincas (en el sentido catastral lo digo) llegan las acometidas, nuevas, del agua y la electricidad. Y aunque están bien disimuladas, si se fija uno bien pueden verse los lugares donde la pizarra está tomada con cemento, en lugar del tradicional mortero. Las veredas y los estrechos pasadizos (algunos, apenas bastante anchos para que quepa una persona) que separan las casas y le dan su estructura a la aldea, así como el resto de espacios comunes, están bien adoquinados; y eso pone de manifiesto que Portugal está dedicando fondos a la recuperación de estos minúsculos y originales caseríos, lo cual es encomiable.
Pero aunque me alegro, y mucho, de que no se las deje morir invadidas por los arbustos o derruidas por la intemperie, no puedo menos que lamentar la pérdida de su autenticidad y el drástico cambio producido en la vida que albergan: las aldeias do xisto sólo están habitadas, hoy, por extranjeros y por urbanitas que huyen del mundanal ruido, y su única actividad económica son los restaurantes para turistas o las artesanías -ni siquiera portuguesas- que intentan vender algunos jipis. En este sentido, Candal (o cualquiera de las otras) antes pasa por ser un escenario cinematográfico, o un parque temático, que una villa campesina. Mejor es así que no su derrumbe total, desde luego, pero despierta mi nostalgia el pensar que, hace poco más de medio siglo, aquí aún se desarrollada una vida muy diferente: una vida auténtica. Aunque yo, ya se sabe, siempre he sido un anticuado.
Más bien un sentimental :)
En realidad, ambas cosas.
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