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Dioses de pies alados, cargados de metralla,
que hurgan mis entrañas y que enredan
las cintas de mis abarcas. La muralla
palidece y se licúa desvelando aherrojados horizontes
infestados de cadenas. Sobre el yunque una cizalla.
Una sandalia roja emerge de entre el barro
que huellan mis pies cansados.
Vibra el diapasón de mis oídos con el tono
agudo y sostenido de clarines, pendones y estandartes.
Vuela en el abismo una quimera y, en su trono,
el monarca sin cabeza satisface sus deseos imperiales
sobre campos sin arado y sin abono.
Un sentimiento aletea y posa sus grandes ojos mansos
justo en el hueco de mis manos.
Espadas con el fuego de San Telmo en cada arista
izan el manto de la noche atronadora; yelmos y azagayas
giran en confuso torbellino ante mi vista
cuajada de ideales, y un céfiro higroscópico
va trocando en momia cada grito de conquista.
Una lluvia de ceniza milenaria cubre el vaso
del que apuro el trago más amargo.
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