Tallin, la ciudad junto al mar

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Va muriendo el mes de julio; mas los días, lejos de acortarse, vanse alargando porque cada vez soy más al norte. Somos, la moto y yo, yo y la moto, con quien al cabo ya de 4.000 km llega el jinete a integrarse, a fundirse en un centauro híbrido, medio animal medio máquina. Aprendes cada una de sus reacciones, sus guiños y sus rarezas, y –cómo no– de sus ruidos. Buena máquina esta bicilíndrica que gasta como un mechero, aunque tiende a aflojársele la tornillería y, peor aún, ese inquietante ruido en el tren trasero cuando se calienta, que aún no he logrado identificar. Mala cosa para una BMW con apenas un año.

“Más al norte” he dicho y más al norte sigo. En una soleada mañana que presagia otro día de calor dejo atrás la bella Viljandi con el vago propósito de una nueva, más luenga visita –tal vez– a mi regreso. Con el sol a mis espaldas pongo rumbo a la capital del reino; es un decir. Siempre por carreteras secundarias, atravieso las llanuras y marjales de este país cuya densidad de población es tan contenida –un tercio la de España– que apenas paso por pueblo alguno digno de llamarse tal; sólo granjas y más granjas donde jóvenes campesinas, rubias como el trigo en estío, rubias como los rayos del sol, se afanan en labores agrícolas junto a sus mayores acaso sin saber que, allá en el sur, hay países donde los cabellos dorados y los iris color del cielo abren más puertas que la preparación profesional más exquisita.

Al extremo septentrional de estas regiones bálticas llegamos a Tallinn, la ciudad milenaria junto al mar que los daneses vendieron a los Caballeros Teutones en la baja edad media y que éstos, cinco siglos más tarde, perdieron a manos de los zares rusos; y sufrió después igual destino que sus vecinas: dos veces invadida por Alemania y otras tantas recobrada por Rusia, hasta la reciente independencia del país. Hoy día es la capital europea con mayor proporción de rusoparlantes,  lengua materna de casi la mitad de su vecindario. Lástima de lenguas minoritarias que decaerán en las décadas futuras frente a la imparable pujanza de alternativas mucho más internacionales. Tarde o temprano, el estón morirá sofocado por el peso del finés y el ruso, como ocurrirá con el gallego y el vascuence respecto del Portugués y el Español.

Curioso detalle de una pared que ha perdido su aislante exterior.

Detalle de la estructura exterior de una casa. Tallin.

Escojo un hotel en plena zona peatonal y me veo obligado a dejar la moto fuera de mi vista, en una plaza a doscientos metros, aparcada –eso sí– junto a la entrada de un edificio que tiene una cámara de video, por si acaso. Hace calor y, en el breve trecho hasta mi hospedaje, cargando con las maletas, sudo por completo la camisa. El hotel es un antiquísimo edificio de estructura laberíntica, la planta baja medio excavada en la roca, y mi habitación queda al extremo de un estrecho y tortuoso pasillo. Me ofrecieron otra dos niveles más arriba, con mejor vista, pero como no hay aire acondicionado he preferido ésta, que conserva el frescor de la roca misma. Luego, una vez duchado y mudado, salgo a explorar la ciudad.

tallinnMuralla

Porción de la muralla de Tallin

Tallin es, al igual que Riga, una capital muy turística, aunque más bonita (para mi gusto), más medieval, con sus murallas tan bien conservadas y su castillo sobre el cerro desde el que se dominan los cuatro horizontes, el rojo mar de tejados puntiagudos, las altas agujas de las iglesias y también el otro mar, de un azul puro y frío, el Golfo de Finlandia. Cien quilómetros a través, desde la populosa vecina Helsinki, miles de finlandeses llegan cada día en ferry, con sus coches, para llenar de tabaco y alcohol el maletero, y de gasolina el depósito. En el casco antiguo, una muchedumbre de turistas se distribuye por el centenar de terrazas y restaurantes, llenando las plazoletas y callejuelas, parques y avenidas. Menudean albergues y hoteles, al máximo de ocupación estos días, y por doquier se escucha hablar en inglés, en español, ruso y polaco. Grupos de jubilados en viajes de touroperador, parejas de mochileros, porretas en sucias chancletas, familias polacas, rusos en herméticas y sospechosas bandas, solitarios aventureros a lo Capitán Tapioca, esbeltas estonas en cuadrilla a la caza de un extranjero divertido, ligones buscando una turista fácil, y toda una legión de pedigüeños, vendedores, músicos y saltimbanquis en ropaje medieval tratando de hacer su agosto.

Lástima que, pese a la hermosura y pureza histórica del casco antiguo, la horterada comercial haya logrado abrirse camino (comprando sin duda voluntades políticas) y podamos ver lo que aquí vemos: un luminoso de McDonald’s frente a la vieja muralla. Nada en contra de la cadena norteamericana, pero podían al menos haber camuflado el luminoso de neón.

tallinnMcdonalds

Aberraciones urbanas.

Cambiando de tema, lo bueno que tiene esta tierra es que, por mucho calor que haga durante las horas centrales del día, al anochecer siempre refresca. Una vez que el sol del ocaso, tras estrellarse contra las torres de la muralla sacándole sus más bellos perfiles, se esconde bajo el mar, hay que ponerse una chaqueta. Y como a mí me ha pillado en mangas de camisa, apuro sin ganas la cerveza que estoy consumiendo en una terraza medio escondida y regreso a mi habitación del hotel, no sin antes pasar junto a la moto y echarle un vistazo. Sé que tiento a la suerte dejándola ahí, pero son los riesgos del viaje y no se debe pensar mucho en ellos si se quiere disfrutar cada jornada.

¿Y mañana? Dios dirá. Tallin bien vale otro día –pienso antes de acostarme– pero no me voy a detener; estoy impaciente por cruzar el golfo y pisar de nuevo mi querida tierra finesa. Aunque, bien pensado, no sé qué espero de ella; quizá sea sólo la sensación de que, al otro lado del mar, una nueva etapa del viaje comienza.

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Acerca de The Freelander

Viajero, escritor converso, soñador, ermitaño y romántico.
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2 respuestas a Tallin, la ciudad junto al mar

  1. julio dijo:

    No sé por qué, pero suponía que los países bálticos tendría más densidad de población que España.

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