“El ruiseñor errante”, o cómo hacer buen teatro

Realizada en Japón en el año 2016, esta obra del director Hidenori Inoue, con guión de Yutaka Kuramochi -nombres que a la inmensa mayoría de occidentales no nos dirán absolutamente nada-, es una de las producciones teatrales más atractivas que he visto últimamente. No se trata de teatro llevado al cine, sino de la filmación cinematográfica de una representación real, donde las cámaras atraviesan con frecuencia la cuarta pared y nos permiten ver a los espectadores en la penumbra de la sala, los focos que iluminan el proscenio, u otros detalles más o menos secundarios del tinglado teatral, de modo que el televidente se convierte a su vez en espectador, si bien privilegiado y ubicio, de la obra.

En cuanto a su género, o subgénero, se me hace que este drama no encaja bien en ninguno de los habituales, ya que, aunque combina elementos trágicos con unos cuantos buenos golpes de humor y otras tantas escenas conmovedoras, no se trata de una tragicomedia al uso; pero tampoco es tragedia ni comedia pura. Si hubiese que acuñar una nueva expresión para definirla, quizá sirviese la de “tragedia de enredo y amor”.

La acción transcurre en el Japón medieval, a fineles del siglo XVIII, y el argumento es, en líneas generales, extremadamente simple: cuenta la clásica historia del bandido de corazón noble que, a partir de un robo del que sale muy malherido, promete al hombre que lo salva enderezar sus pasos y convertirse en una persona honrada. Ahora bien: a partir de ahí el guión se ramifica en varias tramas secundarias más o menos intrincadas, involucrando a una serie de interesantes coprotagonistas. Pero no es en absoluto un guión complicado: se sigue con facilidad y, además, tiene la rara virtud de no adolecer de ningún fallo argumental: una vez aceptamos la integridad moral del personaje principal, la fantasiosa -y mítica- destreza de los samurais con la katana y la licencia narrativa de un personaje de ultratumba (elementos, por lo demás, corrientes en la tradición nipona), todo sucede de manera perfectamente lógica y racional. En esta ocasión no voy a destriparle al lector el nudo ni el desenlace de la obra. Baste añadir que presenta otros ingredientes característicos de la cultura narrativa clásica del Japón, muy románticos todos ellos, como las deudas de honor, la lealtad o el cumplimiento de las promesas. Aparte, tiene la valiosa virtud de no contener desnudos, que son el recurso facilón con que el cine contemporáneo -y a veces también el teatro- suele intentar compensar, para atraer más audiencia, su falta de calidad.

Me han llamado especialmente la atención el original escenario en forma de L, la disposición y dinamismo de los cambiantes decorados, los “efectos especiales” (factibles sólo en una sala de teatro moderna y bien equipada) y la selectiva iluminación mediante un colorido juego de luces dispuestas con gran acierto, entre las que destacan, por ejemplo, los momentáneos destellos rojos que se proyectan sobre los actores alcanzados por un golpe de katana (una forma elegante, sencilla, llamativa y eficaz para representar la sangre), o el foco azulado con que, para transmitir una sensación de incorporeidad, es iluminado el fantasma. También el atrezo ha sido preparado con un cuidado exquisito.

En cuanto a la interpretación de los actores, la he encontrado bastante buena y muy en su sitio, teniendo presente que, por tratarse de teatro, la declamación, gestos y expresiones han de ser por fuerza más exagerados que en el cine.

Quizá la única prevención que me permito hacer al lector interesado en ver esta proyección sea la de no dejarse desanimar ni por su escena inicial, que parece anunciar una de esas increíbles y ridículas historias orientales de ninjas (y confieso que yo mismo, sin imaginar lo que me habría perdido, estuve a punto de desistir al cabo de los primeros minutos), ni por sus tres horas de duración, ya que la obra mantiene nuestra atención en todo momento gracias a su originalidad y atractivo, tanto argumental como visual, sin olvidar los ocasionales golpes cómicos. De hecho, me parece una opción ideal para una de esas tardes desapacibles en que no le apetece a uno salir de casa.

El ruiseñor errante es, en resumidas cuentas, una producción redonda y muy agradable de ver; impactante a su modo; y no creo ponderarla demasiado si la califico, además, de inolvidable, sobre todo por lo novedosa que resulta.

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Trotamundos, apátrida, disidente y soñador incorregible
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