Feria agrícola de Tacna y regreso a Chile

Viejo edificio en el centro de Tacna

Chile, misma fecha y lugar

Mis dos últiimas noches en Perú antes de regresar a Chile las pasé en Tacna. Mediante el clásico sistema de patear las calles (es decir, prescindiendo de internet) encontré una pensión más o menos céntrica y de aceptable calidad donde me dieron una habitación amplia y muy soleada, cosa de agradecer en el clima más bien fresco de esa región, en la que los días, debido a la influencia del litoral, suelen amanecer nublados. Precisamente al llegar yo estaban celebrándose dos eventos en la ciudad: uno, el aniversario de su reincorporación al territorio peruano (durante un tiempo estuvo en disputa no sé si con Chile o con Bolivia), y el otro una feria anual agrícola, ganadera y de productos artesanales, cuyo recinto ocupaba una gran explanada en las afueras, y que me acerqué a visitar. Ahí pasé una mañana entera (cinco soles por entrar) curioseando todo lo que se exhibía, degustando chocolates y cafés y comprando algunos regalitos para traerme de vuelta a España. En una caseta que anunciaba “churros valencianos auténticos” me pedí, por curiosidad, una porción; pero no fui capaz de acabármela: estaban hechos con harina de maíz, fritos con sepa Dios qué aceite y, como era de esperar, no tenían nada que ver con nuestros churros, valencianos o no. Entre las artesanías textiles encontré zamarras, bufandas, gorros, guantes, pañuelos, pantalones y hasta corbatas, pero no lo que yo habría querido comprar, que eran camisas. (Huelga decir que tampoco vendían faldas, prenda que ha quedado por completo obsoleta en Perú.) Entre los comestibles, todos los relacionados con la uva y la aceituna, cafés y derivados del cacao -incluyendo la cascarilla-, dulces varios y desconocidos para mí -como el empalagosísimo king kong-, hierbas supuestamente medicinales, hoja de coca pulverizada y otras cosas que no recuerdo. Había también un gran sector de comedores, con barbacoas, asadores, juguerías y un considerable repertorio de la gastronomía nacional. Tampoco faltaba un sector para muestras de ganado y otro para maquinaria agrícola.

Curiosamente, pese a que Perú produce bastante café (y de buena calidad, como pude comprobar en la feria), apenas hay cafeterías, y en la inmensa mayoría de restaurantes y comedores sólo ofrecen Nescafé soluble, lo cual me parece un indicio más de lo poco que este pueblo se quieren a sí mismo: a sus propios productos prefieren lo que las multinacionales anuncian por la tele.

Por cierto, ahora que he mencionado la caja tonta, quizá valga la pena contar un detalle de la idiosincrasia nacional: en casi todos los alojamientos donde me he hospedado, lo que más celosamente y con más veneración entregan al cliente junto con la llave de la habitación no son objetos valiosos o útiles como la toalla, el jabón o el papel higiénico, sino los mandos de la tele y el vídeo; pero como quiera que yo invariablemente rechazo ambas alhajas, los recepcionistas me miraban con expresión de incredulidad y, para cerciorarse de que no se trataba de un malentendido, me preguntaban: “¿No los quiere? ¿No ve la tele?” Esto no sifnigica, claro está, que aquí la población esté más embrujada por la programación audiovisual que en el resto del mundo; es sólo que la entrega formal de los controles remoto me ha hecho más aparente la dependencia televisiva.

Como en otras ciudades peruanas, también en Tacna venecos y colombianos deterioran, con su presencia, el aspecto de la ciudad. Por lo visto, muchos de esos inmigrantes ilegales mosconean por la zona fronteriza con el punto de mira puesto en Chile, donde al parecer gozan de más beneficios sociales y las oportunidades de robar, al haber mucho más dinero en circulación, son mayores; y aunque el gobierno chileno hace lo que puede para que no se le cuele esa gente, su frontera es demasiado larga, desértica e inhabitada para vigilarla como sería necesario.

El último día me di el lujo de comer en un restaurante “caro”, donde por cincuenta soles (doce y pico euros) me pusieron un guiso de ternera para chuparse los dedos. A la mañana siguiente troqué por pesos chilenos, en uno de los cambistas que hay en la terminal de autobuses, hasta el último centavo peruano que me quedaba; pero había olvidado que me faltaban por abonar los dos soles del “derecho de embarque” (tasa que ponen casi todos los municipios por el uso de la estación), de modo que a la hora de abordar el minibus me vi en un momentáneo apuro. Por suerte, el chófer me hizo el favor de pagarlo por mí a cambio de una cantidad equivalente en pesos. Nunca antes había abandonado un país sin que me quedase en el bolsillo un ochavo de la moneda nacional.

No iba yo holgado de tiempo, pues necesitaba sacar dinero en Chile antes de que cerrasen los bancos: por un lado, los cajeros automáticos no están en la calle, sino en el interior de las sucursales (e inaccesibles por tanto tras el cierre de éstas); por otro, al día siguiente la salida de mi autobús para continuar viaje era anterior a la apertura bancaria. Pero al final no tuve problema porque salí temprano de Tacna y el paso de la frontera fue bastante más rápido que a la ida, ya que no había cola ninguna en las “migras”. Con todo, el trayecto hasta Arica no se salva en menos de hora y media larga. Dicho sea de paso, al rellenar el formulario aduanero de declaración de importaciones temí que si marcaba “SÍ” en la casilla de los productos de origen vegetal pudiesen confiscarme el café y el cacao que había comprado la víspera en la feria; pero por otro lado no quería arriesgarme a una multa si marcaba “NO”, así que decidí hacer lo legalmente correcto. Por suerte, el funcionario no le prestó la menor atención a esa casilla y pude pasar mi mochila sin molestias.

Como ya estaba familiarizado con Arica, tomar un colectivo desde la terminal al centro fue cosa fácil y rápida, encontrar el cajero de Scotiabank (el único banco que, en Chile, no cobra comisión) tampoco resultó complicado, y extraer los preciados billetes sin regalarle ni un céntimo al sistema financiero fue un indescriptible placer.

Con los deberes hechos y el bolsillo bien repleto me dirigí ya con calma al alojamiento que tenía reservado por Booking, un hostal económico y cercano a la terminal; pero en conversación telefónica con el encargado me enteré de que, sobre el precio acordado, planeaban trasladarme a mí la comisión que dicha plataforma les cobra a ellos, lo cual, por poco dinero que fuera, me pareció inaceptable, de manera que decidí explorar otras opciones antes de personarme allí. Y quiso la suerte que, muy cerca de ese hostal, encontrase otro con mejores opiniones en internet y un precio muy similar, así que llamé, reservé, y en diez minutos ya estaba allí. La jugada me sallió redonda: era un lugar agradable, muy tranquilo, el personal amistoso, una habitación espaciosa y de pasable calidad, buen agua caliente, cama confortable y una ubicación óptima, a diez minutos de la estación de autobuses, otros tantos de la playa y al lado de un mercado, un patio de comidas y un centro comercial. Con barrios así, ¿quién necesita alojarse en el centro?

Playa de Arica

Una vez me hube establecido fui a dar un paseo por la playa, para llegar a la cual es necesario rebasar varias barreras urbanísticas (infranqueables calles, largos vallados, ferrocarril, etc.) cortesía de los responsables del diseño de la ciudad, acaso poco sensibles a la suerte que tienen los ariqueños por vivir junto al mar. Tras mojar mis canillas de pollo en las gélidas aguas del Pacífico Sur, me tomé una cerveza Austral Calafate (antojo por el que venía salivando desde hacía semanas) en un restaurante vecino mientras contemplaba el océano y la playa, resplandecientes bajo el sol apenas velado por unos cirros. Al estirado camarero, por cierto, no le gustó que declinase el honor de dejar la propina que, por mala costumbre, añaden casi siempre los chilenos a la cuenta bajo el calificativo de “sugerencia”. A mi vuelta al hostal pasé por el patio de comidas y almorcé en un restaurante, elegido al azar y con acierto (pues los callos picantes que me pusieron estaban muy ricos) entre los diez o quince que allí había. También aquí quisieron colocarme la propina sugerida y también aquí la decliné.

Bien bebido y bien comido, me acerqué hasta un supermercado para comprar otro par de cervezas que llevarme al hostal, y me sorprendió encontrar una gran variedad de ellas, de cuya existencia no tenía noticia alguna. Como después supe, el sur de Chile produce mucha cerveza artesanal, aunque pocas marcas encuentran el camino hasta el lejanísimo norte y, cuando lo hacen, llegan dobladas de precio.

Después regresé al hostal, de donde ya no salí hasta la mañana siguiente para coger el autobús. Esa tarde, mientras bebía mi tesoro de cebada en la cocina del hostal, trabé conversación con el tipo más curioso que he conocido en muchos años (y sólo ahora, al escribirlo, advierto que ni siquiera nos dijimos nuestros nombres). De unos setenta años, físicamente esperpéntico, anatómicamente asimétrico (aunque delgado, su protuberante tripa cargaba hacia el lado derecho), y vistiendo el pantalón más sucio que imaginar se pueda, presentaba la estampa de un adefesio. Pero sus ojos eran amables y su cándida sonrisa se hacía inevitatiblemente simpática. Mecánico y camionero de profesión, en los últimos tiempos le había dado por aprender a navegar, sacose el título de patrón de yate y comprose un viejo velero del año en que yo nací. Su aspiración era darle la vuelta al mundo, pero por su poca experiencia no se atrevía, y decía necesitar un piloto en condiciones. Mientras tanto, hacía alguna salida ocasional en compañía de Roth, o Ross, dueño del hostal y copropietario del barco. Al decirle que yo era marino y también tenía título de vela le faltó tiempo para ofrecerme hacer una salida al mar, pero mis planes estaban ya trazados y habría tenido que deshacerlos. Aparte, confieso que, por lo que me contó del velero, la idea no me pareció muy tentadora; y menos aún tras conocer al tal Roth, que asomó un momento por allí: un neozelandés que, pese a llevar veinte años viviendo en Chile, apenas chapurreaba el español; y no por falta de capacidad sino -según me dijo el camionero- por total desinterés; típica actitud anglosajona. Mi hombre sabía de todo un poquito, pero era la mar de modesto y a cada momento protestaba no saber nada. Expresaba una curiosidad enorme por cualquier cosa y me hacía constantes y variadas preguntas sobre temas históricos, políticos, geográficos o científicos, respecto a los que varias veces hube de admitir mi ignorancia. Como otros peruanos y chilenos, se lamentaba de la indiscriminada afluencia de colombianos y venezolanos. Por lo demás, se mostraba muy servicial y ofrecía ayuda para lo que fuese a cualquiera que veía. Era de esa gente buena que pulula por el mundo y con la que a veces tiene uno la dicha de encontrarse. Durante dos horas largas estuvimos hablando, hasta que llegó la hora de acostarse.

Acerca de The Freelander

Trotamundos, apátrida, disidente y soñador incorregible
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