3 de agosto, Torata
El viaje de vuelta, antier, desde Arequipa hasta Moquegua, esta vez no por los caminos de la sierra sino por la Panamericana, tampoco tuvo desperdicio. Esta carretera atraviesa cañadas de desoladora belleza e inacabables llanuras, planas como una tabla y perfectamente desérticas, las llamadas pampas (no exclusivas de Argentina), donde la rectilínea cinta del asfalto se difumina en la lejana calima del horizonte. Alguno de esos tramos rectos mide hasta 25 km.
De cuando en cuando, una brusca bajada hacia una garganta pone de relieve los estratos del subsuelo, en los que la roca adquiere una asombrosa policromía con predominio de los tonos pastel (crema, ocre, rosa, amarillo, celeste, gris, terracota, verdoso), veteados a veces con otros colores más densos.
Una muestra más, en fin, de la extraña naturaleza de estas regiones transandinas. Me pregunto qué pensarían, qué fascinación no sentirían, al ver todo esto, aquellos españoles del imperio, quienes nunca antes habían tenido ocasión de imaginar nada semejante.
Por desgracia, una vez más tengo que hablar aquí de la basura en las carreteras: durante las varias horas que duró el trayecto no dejé de ver ni un solo instante desperdicios arrojados a las cunetas. Prácticamente no hubo un solo tramo del largo del autobús que estuviese libre de bolsas, botellas o latas; lo cual me resulta muy deprimente. Teniendo en cuenta que se trata de una carretera con poco tráfico, quizá no más de tres o cuatro vehículos por minuto, si esto es cuanto los peruanos respetan a su país… bueno, sobran los comentarios.
Me he quedado, de momento, con la curiosidad de saber qué son unas chozas que, de trecho en trecho, se ven en mitad de la pampa, no lejos de la carretera y agrupadas en extensiones de dos o tres hectáreas deslindadas en parcelas mediante piedras; y en cada una de estas suertes se yergue una mísera caseta hecha de tablas o lámina, o un simple cerrado con planchas flexibles de estera tejida. No se me ocurre qué sentido pueden tener estos “poblados”, situados en pleno desierto sin asomo de vegetación, completamente deshabitados y carentes de infraestructura, incluso de tendido eléctrico. Parece como si fueran proyectos de asentamientos, futuros o abandonados, para los que las autoridades hubiesen concedido un lote al primero que lo ocupe con una construcción del tipo que sea. ¿Pero qué localidad puede fundarse donde no hay una gota de agua en diez leguas a la redonda?
Digna también de un breve comentario es la presencia, pocas millas antes de llegar a Moquegua, de una estación del SENASA (Servicio Nacional de Seguridad Agraria) en la que unos funcionarios uniformados detienen a todos los vehículos, los registran de arriba a abajo y escanean los equipajes de cada viajero, sin excepción. Allí se demoró el autobús cerca de media hora. Y allí también alguien, quizá la propia Administración, ha aprovechado para sacar dinero poniendo, junto a la estación, unos “servicios higiénicos privados y ecológicos” (o sea, meaderos en cabinas de metal) por cuyo uso cobra dos soles. Hasta tal punto debe de ser lucrativo ese aparentemente humilde negocio (al fin y al cabo, cada día pasan por esa taquilla cientos o miles de viajeros) que casi estoy por pensar que es el verdadero objeto de la estación, y no el teórico fin de controlar -según explica un vídeo reproducido en bucle por una pantalla de TV dentro del edificio- la mosca de la fruta y lograr una agricultura libre de pesticidas. Éste sería un loable propósito si fuera cierto, pero es aconsejable dudar siempre de las honradas intenciones de los políticos.
Otra curiosidad es que una buena parte (si no la totalidad) de este desierto es propiedad privada. Imagino que el Estado se lo habrá vendido por cuatro perras a inversores que confían en hallar mineral algún día, o a especuladores que saben que lo hay.
En Moquegua me he quedado las dos úlitmas noches. Ayer entré al restaurante La Parrilla Loca (bar & grill) y, al ver que en la carta ponía “Infusiones”, le consulté a la dueña cuáles tenían. Me contestó: “Pregúntele a la camarera”, y se metió en la trastienda. Al dirigirme a la mesera con la misma cuestión, me responde: “No sé. ¿No le ha dicho la señora?” “A ver -replico yo-, ella me ha dicho que le pregunte a usted”; a lo cual la joven se zafa improvisando un: “Pues las que pone en la carta.” Entonces un servidor, que no posee la virtud de la paciencia, le replica: “Señorita, en la carta sólo pone ‘Infusiones’; alguien sabrá cuáles tienen, ¿no?” La chica, acorralada, mira la carta mientras piensa cómo salir del atolladero, y finalmente resuelve: “Espere que le pregunte a la señora.” Al momento vuelve y, señalando a una caja con las consabidas bolsitas, añade: “¡Ah!, ¿estas cositas? Sí, pues hay… a ver… anís y té.” ¡Acabáramos! Esa empleada ni siquiera sabía lo que es una infusión, pese a venir incluidas en la carta con esa misma palabra. Vaya nivel.
Y de Moquegua me he venido hoy a Torata, donde acabo de ocupar la habitación que había reservado la semana pasada para un mes, aunque no sé hasta cuándo me quedaré en ella. Dependerá de lo ruidosa que sea. No he encontrado aquí ningún otro hospedaje donde me renten algo por menos tiempo, pero me gusta este pueblo porque tiene muy buen clima, es tranquilo, queda a sólo 20 minutos de Moquegua (con todos sus servicios), los alrededores son idóneos para caminar y hay, además, dos o tres restaurantes con menús aceptables y a 10 soles, que es una ganga. Aparte, el alquiler me ha costado sólo 350 soles, de modo que poco pierdo si no me quedo el mes entero, sea porque me marche al Puno a pasar unos días, sea porque no me encuentre a gusto y decida largarme en cualquier momento.
El Puno está en plena cordillera de los Andes y queda a sólo unas cuantas horas de autobús desde Moquegua. Me gustaría conocerlo porque, por lo que he leído, debe de ser un destino muy exótico. Lo malo es que en esta época del año las temperaturas allí son aún muy bajas y, habida cuenta la mala calidad de la hospedería en Perú y el tenor de los comentarios que leo por internet, las habitaciones son frías incluso en los hoteles más caros. A ver si tengo suerte y el clima mejora un poco a medida que pasa el invierno. Un hombre que trabaja en el Ayuntamiento de Torata me ha recomendado mejor Cuzco (que aquí llaman “El Cusco”), pero esa ciudad queda el triple de lejos y es mucho más turística que Puno.
En este momento estoy sentado a una mesa de un tranquilo y muy humilde restobar que tiene el piso de cemento pintado en rojo inglés, las paredes en blanco azulado y la carpintería en tonos crema y tabaco, colores que me evocan a mi tierra natal. Tal vez por la hora que es (16:30 en mi reloj), tarde para almorzar y pronto para cenar, soy ahora el único cliente. La dueña me ha servido una Cusqueña Trigo de a 620 ml (caprichosa medida) y, para bebérmela, me pone un vaso pequeño, hispanoamericana costumbre a la que no acabo de encontrarle la ventaja. A lo mejor es que a los bares no les llega el presupuesto para tener más que un tipo de vaso.
Como curiosa nota cultural contaré que en Perú llaman “extras” a los platos fuera del menú del día; o sea, lo que normalmente conocemos como “la carta”. Mientras que los menús constan de un primer plato (casi siempre caldo o sopa) y de varios segundos a elegir (más o menos variados a lo largo de la semana), en cambio los extras, pese a este nombre tan poco intuitivo, son siempre los mismos. Es decir, que no se trata de guisos extraordinarios que el cocinero prepare de vez en cuando. Suelen ser más elaborados y abundantes que el menú y, como es de esperar, salen bastante más caros, cosa del doble o el triple.
Hoy he ido caminando hasta Torata Alta (hora y media entre la subida y la bajada; preciosas vistas panorámicas desde allí arriba), que es la aldeíta de donde proceden las luces que la semana pasada, desde el Complejo Turístico, no supe ubicar. Y al regresar al pueblo me he fijado en que, a la entrada, hay un letrero indicando que Torata tiene (o tenía entonces) unos 6000 habitantes, cosa que me sorprende mucho, habida cuenta su reducida extensión y el hecho de que sólo haya un colegio. Igual esa cifra se refiere al término distrital (o sea, municipal), que a lo mejor es grande y engloba a bastantes chacras, en las que aún viven muchos peruanos.
Por cierto que aquí infinidad de tiendas tienen un letrero anunciando “pollos de chacra”, es decir de campo; y aunque parece lógico suponer que muchos de ellos acaben siendo servidos en comedores y restaurantes (donde también con frecuencia los anuncian), el problema que se le presenta al cliente es el cómo asegurarse (al igual que con los “huevos de gallina libre” que anuncian en los supermercados) de la veracidad de tal publicidad. El pollo, por lo que llevo visto, es con mucha diferencia el plato más común en Perú, servido al almuerzo y a la cena en la mayoría de los hogares; así que por muchas alquerías que haya es imposible que su producción dé abasto para tantísimo consumo, ni siquiera en los pueblos. Ya sólo en los comedores de Torata seguramente se guisarán en conjunto no menos de dos o tres docenas diarias de pollos, y no sé si habrá por esta zona granjas capaces de satisfacer semejante demanda. De hecho, la señora Hilda, la esposa de Rodrigo (a quienes conocí en Quinistacas), me dijo que en general no había que hacer caso de tales letreros, y que buena parte de los regionalmente famosos “pollos omateños” (de Omate), supuestamente de corral, son criados en granjas industriales.
Una última imagen de Torata, tan reveladora como la de los desperdicios en la carretera, es la siguiente: un grupo de niños pequeños juguetea en el ajardinado del parque pisoteando y arruinando las flores como si allí no hubiese nada plantado, como si fueran simples yerbajos; y los adultos los contemplan con total pasividad sin que ninguno, ¡ni siquiera el propio jardinero!, les llame la atención; al contrario, los miran con ojos aprobadores, y pareciera que el objeto de esas flores fuese precisamente el ser holladas por los zapatos infantiles. Por cierto (y con esto finalizo el capítulo), el servicio municipal de vigilancia y seguridad pública en Perú, y sólo en Perú, se llama “serenazgo”. Bonita palabra que, aunque parezca castellano antiguo, es un invento muy reciente: en los tesauros del español no existe ninguna referencia a ella anterior al año 1996.