23 de julio, Torata
Hoy se celebran las elecciones presidenciales en España, y, aunque tendría uno que ser muy ingenuo para creer, en vista del rumbo antidemocrático que viene siguiendo la nación desde hace bastantes años, que algo vaya a mejorar salga el gobierno que salga, no puedo evitar sentir cierta curiosidad por los resultados de los comicios de hoy –que conoceré dentro de muy poco– ni dejar de desear que las urnas logren, pese a las trampas electorales que probablemente se producirán, expulsar de su poltrona a Pedro Sánchez Pérez, el dirigente más infame que ha padecido España desde la Segunda República.
Por fin me he puesto al día con este cuaderno de bitácora, de modo que ya no llevo el retraso en su escritura que venía arrastrando desde casi el principio del viaje; cosa que he conseguido gracias a mi larga estancia (más de una semana) en Moquegua y a la falta de novedades que contar sobre las últimas jornadas. En esa ciudad apenas hice otra cosa –aparte de la mencionada escritura– que explorar las calles, seguir conociendo la gastronomía peruana, leer, escuchar las noticias internacionales y despachar mis habituales gestiones online. Y aprovecho esta relativa escasez de material narrativo para, entre otras cosas, corregir en parte lo que había escrito sobre Torata referente al canon minero y las regalías. Y es que, al informarme como es debido (cosa que tendría que haber hecho antes), me he enterado de que la minería en esta zona data de varias décadas atrás, de modo que no es –como apresuradamente dije en el referido capítulo– cosa futura, y ni siquiera reciente: la mina de cobre de Cuajone (a unos 6 km en línea recta desde aquí) se explota desde mediados del siglo XX. No obstante, me congratulo al saber que lo que escribí como pronóstico y sin mayor conocimiento de causa resulta ser una realidad. Puede decirse que adiviné el presente habiéndome situado, sin saberlo, en el pasado; así que, después de todo, mis aptitudes como analista y como augur no son del todo malas.
Pues he vuelto a Torata porque días después de mi primera visita, en la que no encontré alojamiento, me llamaron ofreciéndome una habitación en un hospedaje donde había dejado recado de mi interés, y como entonces me quedé con las ganas de pasar una temporadita en este pintoresco pueblo no dudé en aceptarla. De manera que, finalizada hoy la estancia que ya tenía apalabrada en el hotel Maison, en Moquegua, me he venido para acá. Tengo curiosidad por saber si la vida en Torata es tan idílica y tranquila como parece. De todas formas, por el momento he pagado sólo dos noches en la mentada habitación porque la dueña no me gusta nada. Ya desde la llamada que me hizo, y luego también en persona, se mostró ambigua respecto al alquiler por días en lugar de por meses, desconfiada (“piensa el ladrón…”), poco clara respecto a los términos de la reserva y las condiciones del alquiler, rácana en cuanto a los suministros (he tenido que pagar el jabón y el papel higiénico de mi bolsillo), disconforme con facilitarme una llave del portal y –eso sí– demasiado presta a cobrar por adelantado. Para los estándares españoles el precio (10 €/día) es barato, por supuesto, pero para la mala calidad y lo que se estila en esta región es mucho, teniendo en cuenta que el alquiler de una habitación decente para un mes cuesta unos 75 €. Así que durante estos dos días intentaré conseguir un cuarto algo mejorcito en otra pensión o similar, y si no encuentro nada me marcharé.
Esta pasada semana, en Moquegua, estuve visitando una bodega donde tenían degustación, y probé varios de los licores que elaboran. Además del vino –del que no ofrecían cata– vendían pisco, macerados y cremas. Pese a su curioso nombre, el pisco (llamado así por la ciudad de Pisco), uno de los productos más emblemáticos del Perú, no es ni más ni menos que aguardiente de uva, con un contenido alcohólico similar al que puedan tener el orujo, la caña o el vodka, igual de fuerte e insípido que ellos y con el mismo aspecto incoloro. El macerado, por su parte, podría ser un equivalente a nuestros licores de frutas, al de guindas o al pacharán, bastante menos alcohólico que el pisco y mucho más agradable al paladar. Lo venden en botes, y yo compré uno de damascos (que es como llaman por aquí a los albaricoques). Por último están las cremas, que son licores muy azucarados, demasiado empalagosos para mi gusto, y producidos en una gran variedad de colores y sabores que, a mí, me parecieron algo artificiales. Me dieron varias cremas a catar, pero ninguna me satisfizo.
En cuanto al alimento sólido, abundan las carnes (vacuno, porcino, pollo y camélido, incluyendo ovino) y, sobre todo, los hidratos de carbono. También se consume mucho pescado, sobre todo en el litoral, como es lógico.
Pese a la buena carne que tienen los peruanos, encuentro que en general son poco refinados al prepararla y servirla: lo más frecuente –incluso en los sitios más caros– es que se pasen en el punto, cuando no la chamuscan, y además que venga ya medio fría cuando llega a la mesa; lo cual es una verdadera lástima, porque punto y temperatura son los dos factores más importantes para disfrutar un buen bistec. En el cono sur (y me temo que en el resto de Iberoamérica no es muy diferente), los puntos más habituales que te ofrecen para la carne son “medio”, “tres cuartos” y “hecho”, pero yo encuentro que incluso el medio suelen hacerlo ya un poco pasado de punto. Echo de menos un “un cuarto”, o lo que aquí en algún restaurante he visto llamar “rojo inglés”, difícil de encontrar en los menús. Parecería que, en estos países, los chefs tuviesen una barrera mental que les impidiera servir una carne mínimamente jugosa. Por lo demás, las porciones suelen ser generosas, y la que llaman “simple” (o sea, una sola pieza de carne) es a menudo suficiente para dejarlo a uno satisfecho, porque además los platos normalmente incluyen un par de papas asadas y una guarnición vegetal, amén de las dos salsas imprescindibles, una de ellas tirando a picante. El precio medio de una tal porción oscilaría entre 20 y 25 soles en un restaurante, y la mitad en un comedor.
El otro tipo de comidas populares en Perú, que son –al igual que en casi todos los países pobres– las preparadas a base de masa de uno u otro tipo, excesivamente ricas en carbohidratos, se encuentran bien en recetas saladas, como las empanadas (nuestra empanadilla pero en grande), pizzas, pasta, hamburguesas o “sanguches” (o sea, sándwiches), bien en forma de dulces, como pastelillos, tartas o bizcochos, de los que hay aquí una gran variedad, desde los más jugosos, elaborados y sabrosos hasta el puro mazacote, casi incomestible, con un mínimo relleno de crema artificial para darle algo de sabor.