28 de junio. Diego de Almagro
Escribo desde la primera planta (o la segunda para los habitantes de esta región del continente, influida por la cultura del Imperio Hegemónico, donde cuentan los pisos de un edificio empezando por la planta baja) de la misma cafetería en la que estuve ayer desayunando y luego anotando en este mismo cuaderno mis primeras impresiones sobre Almagro. El local se encuentra estratégica y convenientemente ubicado frente a la oficina de la Pullman Bus, la ubicua empresa de transporte de viajeros por carretera y la que más cobertura de rutas y horarios tiene en todo el país (o al menos en la mitad norte). Desde la cristalera, mientras escribo, vigilo la llegada del autobús de las 11:00 procedente de Chañaral y que ha de llevarme hasta El Salvador, ese pueblo minero del que me habló el vecino de asiento que vino charlando conmigo ayer desde Copiapó. Se me ha antojado ver ese pueblo que, según me dijo el hombre y por las fotos que me enseñó, debe de ser muy original.
Anoche pasé algo de frío. Las temperaturas mínimas de estos días oscilan entre 13 y 15 grados, y como aquí las construcciones son de mala calidad, los tabiques delgados, los techos de chapa y el concepto de aislamiento térmico por completo desconocido, las casas se enfrían bastante por la noche; lo cual, sumado a que la mayoría de hostales (e incluso algunos hoteles) no tienen calefacción, hace que sea necesaria una ropa de cama abrigosa, de la que a menudo tampoco disponen. Tal es el caso del hostal Vicky, donde me albergo; y es una lástima, pues de lo contrario no me importaría nada permanecer en él varios días más pese a las fuentes de ruido ya mencionadas (clientela, tráfico, perros), ya que me gusta la atmósfera apacible y lenta de este solitario pueblo en mitad del desierto y en el que nadie parece tener prisa: con sus anchas y soleadas calles, su polvoriento bulevar, su ancha plaza pergolada y su general aspecto de abandono, como si hubiese vivido tiempos mejores, tiene Almagro ese romántico aspecto de far west que nos sugerían algunas películas “de vaqueros”.
Hablando, por cierto, de tiempos mejores, quizá la expresión venga a cuento también por otro motivo: Ayer pegué un rato la hebra con la encargada de la estafeta postal, a donde acudí para enviar al hostal Cactus, en Copipapó, la llave de la habitación que por descuido me había traído. Entre paréntesis, vale la pena anotar que, pese a franquear el envío como correo ordinario, hube de rellenar un prolijo impreso como los que usamos en España para el correo certificado; y es que en Chile no existe, por lo visto, la posibilidad de simplemente pegarle un sello a un sobre y meterlo en el buzón: para franquear una simple carta, según me dijo la señora, hay que pasar por la estafeta y depositarla allí. Pues bien: al trabar conversación con ella me sorprendió que me hablase en términos elogiosos de la dictadura de Pinochet (pese al sangriento régimen que se le atribuye), el cual -en su opinión- hizo más bien que mal al país. No es que yo sepa ni poco, ni mucho, ni nada sobre lo que hizo o dejó de hacer el –según opinión generalizada– infame militar, salvo que fue un dictador “de derechas”, pero me sorprendió porque muy poca gente tiene la entereza, hoy por hoy, de manifestar aprobación alguna hacia dictaduras que no sean “de izquierdas” (las cuales, por contraste, gozan de gran popularidad e incluso prestigio; pero, en fin, para algo es la siniestra quien controla las narrativas: por algo dijo mi tocayo Iglesias que, si llegaba a entrar en el Gobierno, se “conformaba” con que le dieran los medios de comunicación); y más teniendo en cuenta que mi interlocutora no pasaría tal vez de los cincuenta años; o sea, que no era una carroza de la que pudiera razonablemente suponerse que pertenecía a alguna vieja guardia militarista; pero quién sabe. Aun así, le atribuía al autócrata ni más ni menos que “la prosperidad que hoy existe en Chile” (sus propias palabras); aunque esto de la prosperidad habría que matizarlo bastante, en mi opinión: quizá el país esté algo por encima de sus vecinos del cono sur en calidad de vida, pero, habida cuenta lo que de momento estoy viendo, no me parece que sea como para tirar cohetes ni hacer muchos alardes.
Nuestra conversación empezó al transmitirle yo mi sorpresa por el precio del franqueo de una simple carta, que es cuatro o cinco veces lo que cuesta en España; y de ahí pasamos a hablar de otras cuestiones. Me contó, por ejemplo, que aquí las minas son todas propiedad del Estado, si bien su explotación corre a cargo de empresas privadas, alguna que otra nacional pero en su mayoría extranjeras. Habló de Estados Unidos, pero no mencionó a Reino Unido; cosa curiosa, porque me extrañaría mucho que la pérfida Albión no tuviese aquí bien hincadas sus garras. Frente a mi crítica de que fuesen terceros países quienes se llevaran la mayor tajada de la minería, ya que seguramente las concesiones dejan más bien poco al poseedor de los recursos, ella opinaba que era mejor así porque, en caso contrario, la corrupción política nacional se lo llevaría todo. No quise plantearle una nueva objeción a este argumento, pero pensé que, aunque fuera correcto en su esencia, ¿no sería mejor que todo el beneficio se quedase en las manos de corruptos propios que no en las de honrados ajenos… suponiendo que lo sean? Así, al menos, parte de ese capital se quedaría en Chile y en alguna medida, por pequeña que sea, redundaría en una mayor riqueza general para el país. No llego a entender ese punto de vista, tan extendido entre cierto tipo de mentalidad, según el cual, con tal de que “los nuestros” no se enriquezcan injustamente, es preferible que sean empresarios foráneos quienes exploten los recursos propios.
Un tema en el que estuvimos bastante más acordes fue el de la ideología de género. Se escandalizaba la buena mujer de que ahora les enseñaran a los jóvenes que hay más de dos géneros (palabra ésta del ideario transhumanista para soslayar el insalvable escollo científico que para los promotores y partidarios de esa agenda supondría decir sexos), idea que, por supuesto, no entra en cabeza sana alguna. Pero, claro, ¿qué joven que haya sido “instruido”, en el mejor caso, o –más comúnmente– adoctrinado durante las últimas dos décadas puede hacer gala de una cabeza sana?
Me habría gustado conversar más largo con ella, que por lo visto tenía cierto nivel cultural y no estaba del todo desinformada, pero el lugar y el momento no eran los más favorables para un extenso intercambio de opiniones. Quise llevar la charla hacia la universalidad de las nuevas tendencias ideológicas y culturales. Por ejemplo –le planteé– ¿no es extraordinaria casualidad que, en el transcurso de apenas una década, como mucho dos, la mayoría de las sociedades del mundo hayan adoptado idénticos puntos de vista respecto a determinados temas? La simultaneidad temporal y espacial, en apenas unos años y por todos los rincones del orbe, en el surgimiento de todas estas nuevas doctrinas (la identitaria, la de género, la vegana, la covidiana, la climática, la multicultural, la indigenista, la multiracial, etc.), ¿puede acaso haber sido espontánea, casual? De repente, un buen día, ¿se despertaron todos los habitantes de la Tierra –o al menos los gobiernos del mundo– interesados por los mismos temas, sensibles a las mismas inquietudes? ¿Estamos ante un “contagio cultural” de virulencia sin precedentes en la historia humana, y en virtud del cual sociedades y culturas muy distintas empiezan a pensar de idéntico modo al unísono? ¿O no será, más bien, que todas esas ideas han sido inoculadas universalmente a través de los gobiernos y de las infinitas terminales mediáticas que cierta élite global de inmenso poder financiero controla por encima de las soberanías nacionales? De hecho, es innegable –y ahí están las pruebas, al alcance de todo el que quiera verlas– que algunas de esas entidades supranacionales, con capacidad real para influir en el modo de pensar de billones de personas, están impulsando –por razones y con fines que no me resultan discernibles– cierta agenda ideológica en el mundo entero. Por supuesto, los débiles de espíritu, los políticamente comprometidos y las mentes menos despiertas califican esta idea de “conspiratoria”; pero es necesario carecer de todo espíritu crítico para que los acontecimientos de las últimas dos décadas no hagan saltar ninguna alarma en el ciudadano alerta.
Pero la funcionaria de correos, en la misma onda de pensamiento que yo, recogió mi invitación sólo parcialmente y llevó la charla hacia el tema concreto del indigenismo. Esta nueva corriente le parecía una solemne bobada. “Vamos a ver –me dijo–: yo considero que mi historia comienza con los españoles; mi pueblo es el que surgió tras la llegada y conquista de los españoles, y mi cultura es su cultura cristiana; lo que había aquí antes era bárbaro y, gracias a Dios, desapareció hace siglos. Pues, ¿qué deberían de haber hecho los españoles con los indígenas? ¿Matarlos a todos, como hicieron los ingleses en Norteamérica?” Tenía toda la razón; aunque, ay, no sé yo cuántos chilenos habrá que opinen como ella. Desde hace diez o quince años vienen impulsándose mucho (a instancias foráneas, claro está) estas ideas indigenistas que, tras la máscara biensonante de la multiculturalidad y el identitarismo, sólo buscan fragmentar y debilitar las sociedades y los países. Y Chile es un candidato prioritario para tales designios porque en su subsuelo hay valiosísimos recursos minerales (necesarios –por lo demás– para llevar adelante esa otra agenda, la verde) que serán tanto más fáciles de exploiar cuanto más dividido y frágil sea el país.