Torata es un pequeño pueblo de dos mil habitantes situado en el valle de su río homónimo, a 2200 m de altitud sobre el nivel del mar y a unos 30 km corriente arriba desde Moquegua; en el corazón, por tanto, de la cordillera occidental andina cuyos picos son puerta al altiplano peruano, el cual, 300 ó 400 km más al nordeste, queda por último interrumpido por la muralla de la cordillera oriental, que son esos Andes que conocemos por las ilustraciones y las películas. Tras ellos, y varios quilómetros en vertical hacia abajo, se encuentra la inmensa cuenca amazónica.
Según el viajero se acerca al pueblo puede ver, en la ladera de un cerro, una leyenda gigante hecha con piedras amontonadas y encaladas que dice así: “TORATA CRECE GRACIAS AL CANON MINERO”; texto cuya lectura me sugiere inmediatamente dos reflexiones que son, en cierto modo, inseparables una de otra: a) ¿para qué necesita Torata crecer?, y b) ¿significa esa frase que los torateños deben alegrarse, en nombre y a cambio del sacrosanto crecimiento, de que la industria minera contamine su valle poco a poco hasta privarlo del encanto que, precisamente, hizo de él un lugar ideal para vivir? Preguntas retóricas, claro está.
El antiquísimo dogma del crecimiento es un sofisma que jamás ha sido explicado ni ha acarreado, que me conste, bienestar emocional alguno (¿y hay algún otro tipo de bienestar más importante que ése?) a los miembros de la sociedad “cresciturus”. Cualquiera diría que quienes creen a pies juntillas en ese dogma (o sea, casi todo el mundo) lo hacen influidos por el mandato divino del Génesis (1.28) o en virtud de una errónea interpretación darwinista de las sociedades según la cual el sino que esperaría a las que no creciesen sería el de perecer o ser absorbidas por otras más “prósperas”; y digo errónea porque, si “crecer o extinguirse” fuese el dilema a que se enfrenta toda sociedad, no veo razón por la que idéntica cuestión no pueda aplicarse también a cualquier otra especie animal o vegetal, en cuyo caso no habría ninguna sobre el planeta que estuviera en equilibrio con su hábitat; lo cual sabemos que no es así.
En cualquier caso, y consideraciones bíblicas o evolutivas aparte, las sociedades humanas han vivido durante decenas de miles de años (hasta -como quien dice- antesdeayer) en “equilibrio estacionario”, sin criterio u objetivo de crecimiento alguno, y en la mayoría de los casos no se han extinguido ni les ha pasado nada grave. La moderna doctrina del “crecimiento per se” es del todo artificial, ni necesaria ni inevitable, y no me extrañaría nada si resultara que vino de la mano de la revolución industrial o de algún acontecimiento más pretérito aún como, por ejemplo, la invención del dinero. ¿Pero qué se yo de esos temas? Lo que sí sé con elemental presciencia es que, gracias a la minería y el “crecimiento”, a la vuelta de unas décadas a Torata no lo conocerá ni la madre que lo parió y se habrá quedado sin su Arcadia feliz como yo me quedé sin abuela.
El “canon minero” al que se refieren es la compensación económica que, en Perú, reciben los municipios afectados por la minería, y su propia existencia delata bien a las claras los perniciosos efectos sobre el medio ambiente y la salud (entre otros factores) de ese género de actividad industrial, pues si ésta fuese enteramente inofensiva (o incluso –como se les cuenta a los torateños– beneficiosa), ¿por qué habrían de ser indemnizados?
La mina de cobre de Cuajone se encuentra a seis quilómetros de Torata, valle arriba y a vuelo de pájaro; es la mayor que, de ese mineral, tiene el país y la explota desde hace más de medio siglo la Southern Peru Copper Corporation, empresa originalmente estadounidense y adquirida en 2005 (90% de las acciones) por la sociedad bursátil mejicana Grupo México. Cuajone es una descomunal explotación a cielo abierto de nada menos que doce quilómetros de longitud que, junto a los trabajos puramente extractivos, incluye una planta de preprocesado del mineral, actividades ambas que han motivado a lo largo de los años diversas denuncias y protestas de ganaderos y agricultores por contaminación del río y otros problemas. Por otra parte, un detallado estudio indica que el canon y las regalías mineras, cuya justificación teórica es tanto “consolidar el crecimiento de los sectores económicos alternativos a la minería” como “mejorar la calidad de vida de los habitantes del distrito de Torata”, no están sirviendo para alcanzar los fines perseguidos: por un lado, el presupuesto municipal depende en un 98% de dichas transferencias (es decir, que ya no hay ningún sector económico alternativo a la minería y, de no ser por las compensaciones, Torata prácticamente desaparecería); y por otro, ni el PIB per cápita, ni la esperanza de vida ni el nivel educativo en el pueblo han mejorado -según dicho estudio- en medida apreciable respecto al período inmediatamente anterior a la institución del cánon y las regalías. O sea, que éstos no han sido impulsores del bienestar.
Lo cual, por supuesto, no supone en realidad fracaso alguno del verdadero objetivo de esas transferencias, que no es más que el de silenciar, a base de dinero, a los habitantes de la región. La historia de siempre: remedios cortoplacistas, llamativos e inservibles como las cuentas de vidrio, pero acordes con la naturaleza del ser humano, tan miope para todo lo que no sea inmediato. Aunque ¿por qué habría de ser de otro modo? Ninguna especie animal está dotada del instinto necesario para prevenirse contra su autoaniquilamiento.
Torata consta de cinco calles que faldean la ladera norte del estrecho valle en que se asienta y cuatro, muy empinadas, perpendiculares a aquéllas. En su punto más alto (tanto, que los 200 m de ascenso desde la plaza lo dejan a uno jadeando) hay un mirador con un enorme cristo blanco a cuyos pies se extiende en toda su hermosura la pequeña vega que el valle acoje, y sobre la cual se despliegan, en la vertiente opuesta, los yermos y parduzcos montes de las sierras hasta perderse en la lejanía.
Al ver así el pueblo desde arriba, inmerso en un oasis de verdor (y pese a la irremediable fealdad de sus tejados de lámina), resulta difícil no pensar en un pequeño retazo del paraíso. Mas esta visión es bastante engañosa, pues no estamos hablando de ninguna aldea perdida entre las montañas de Cantabria, poblada por una docena de viejas más algún cabrero, sino de una localidad con una actividad no del todo desdeñable: en torno a la bonita y arbolada plaza, que concentra casi toda la vida, no deja de pasar gente, a pie o motorizada, camino de sus quehaceres; hay una decena de comedores y otras tantas tiendas, una comisaría de policía y una bonita iglesia neoclásica de no muy antigua planta. Cuenta el municipio también con al menos un colegio -bien nutrido de niños- y hasta un polideportivo con campo de fútbol. En las afueras, una docena de casas en construcción avalan el “crecimiento” del que hablan las autoridades. Aun así, se respira un ambiente de mucha tranquilidad; los vecinos saludan al forastero por la calle y nadie parece tener mucha prisa. De cuando en cuando una amerindia arrugada, con la piel como cuero viejo, asciende despacio por la pendiente de una calle, ataviada con sus abigarradas ropas de absurdos colores entreverados de lentejuelas, embutida en lanas pese al fuerte sol del mediodía, con su gorro de fieltro emplumado y cargando a la espalda su misterioso fardo envuelto en polícroma tela listada; o bien se detiene y se sienta en un banco del parque, la mirada inexpresiva, inmóvil y como quien no tiene absolutamente nada más que hacer en la vida.
El lugar, sin duda, invita a quedarse. Pero resulta que no hay alojamiento disponible: los cinco inmuebles (con un aspecto muy nuevo, por cierto) donde alquilan “Habitaciones c/s amueblar” sólo las ofrecen por meses, no por días. Según me explica una de las dueñas, es porque la mucama le cobra 30 soles por la limpieza; pero no me parece una razón muy convincente, por cuanto, aunque la habitación costase sólo 40 al día, a un viajero que deseara quedarse por ejemplo tres días le ganaría 90 soles netos, lo cual siempre será mejor que dejarla sin alquilar. Más plausible me parece el que estos propietarios hayan hecho una fuerte inversión teniendo in mente a los trabajadores de la mina, cuyas largas estancias les reportan unos buenos y estables ingresos mensuales sin tener que curarse del enojo de ocasionales pasajeros que, como un servidor, andan buscando remansos de paz.
¡Lástima que Torata esté condenado a desaparecer de todos modos! O bien la veta del cobre se extiende hasta su propio subsuelo -en cuyo caso el pueblo será evacuado y demolido para poder seguir explotándola-, o bien la mina se agotará algún día, dejarán de llegar las compensaciones económicas por el destrozo ecológico y ese será su fin. Pero, mientras tanto, todo va estupendamente y “crecemos gracias al cánon minero”.
Saludos estimado amigo Pablo, es un gusto volver a saludarlo por este medio y lamentamos no haber tenido la oportunidad de despedirnos y esperamos si en algun momento volviera por este lugar estaremos complacidos a recibirlo, estaremos en comunicación a través del correo electronico.
Atentamente :
La oficina de Turismo de la Municipalidad de Torata.
Muchas gracias por su comentario y por la buena disposición mostrada hacia este viajero.