Por el muy vascuence corazón de Vizcaya

Astigárraga o Rentería, Ondárroa o Aizarnazábal, Rigoitia o Bermeo, ¡qué hermosos y sonoros nombres vascuences! Me recuerdan a las novelas de Unamuno y Baroja esos lugares guipuzcoanos o vizcaínos, vascos de verdad, de la tradición pesquera y montañesa. ¡Qué distinta esa Vasconia de esta otra alavesa de mis rutas moteras! Si es verdad que por toda Álava he encontrado hermosísimos parajes y encantadores pueblos, muy poco de lo visto no era, en esencia y en sustancia, Castilla. Salvo en los modernos nombres de sus localidades –modificados para suplantar la historia y tratar de que la provincia parezca vascona, sin serlo– ni un sólo pueblo hay en el tercio sur del País Vasco que se diferencie de sus vecinos en Burgos o Logroño. De modo que hoy, para variar, voy a dirigirme al norte y adentrarme en el corazón de esa tierra brava e ingenua, siempre envuelta en leyendas terribles o románticas. Me pongo por meta Bermeo, sólo porque el nombre me resulta más familiar, pues de allí era un capitán que tuve cuando, ha muchos años ya, andaba yo navegando por esos mundos de Dios.

Estamos a mediados de agosto y el tiempo es idóneo para una rutilla en moto. Me calo las botas de siete leguas, cojo la chaqueta y bajo a la oscura cochera. Me demoro en los preparativos como recomiendan los sabios que deben hacerse las cosas: sin prisa, poniendo atención en cada movimiento, escuchando cada sonido, incluso sintiendo la textura de los objetos. Me anudo al cuello el pañuelo que me regaló mi madre, me pongo la cazadora, abrocho con parsimonia la cremallera (me gusta ese ruido que hacen los gruesos dientes al engranar), luego me calo el casco, apartando el barbuquejo para que no estorbe, y lo fijo con cuidado hasta que ajuste bien y no moleste; por último, los guantes, unos de esos de mecánico que se compran en el súper, buenecitos, de cuero, pero exentos del absurdo peaje de la ropa “especial”. Llave, contacto, la alarma que se apaga y es entonces cuando subo al asiento. Arranco. Este sonido de la F800 –lo tengo ya dicho– no me gusta nada, me parece macarra; pero ¡qué le vamos a hacer! Meto primera y pega la caja una fuerte sacudida, como siempre. Me cuesta creer que BMW no sepa hacer mejor las cosas y me pregunto si lo habrán diseñado a intención o si es un puro abaratar costes.

Ruedo ya por la rampa de salida hacia la radiante luz del día, y en menos de cinco minutos estoy enfilando la N-240 en dirección a Bilbao. Hay unos cúmulos de buen tiempo y la temperatura es ideal; así da gusto montar en moto, vivir la moto. Enseguida llego a Legutio, que marca el término provincial de Álava con Vizcaya y delimita el extremo norte de la llanada alavesa, frontera cultural e histórica donde comienza el genuino país vasco (así, con minúscula, para diferenciarlo de la entidad administrativa y política). Me aparto de la carretera un poco más adelante, en Ubidea, una parroquia encantadora, primera de la ruta con verdadero sabor vascongado: se siente en el paisaje, en la gente y en la arquitectura; también en la política, claro, pues en estos pueblos no ondea más bandera que la Incurriña. Curiosamente, Ubidea fue antaño aduana entre Castillla y el Señorío de Vizcaya. ¿Qué más prueba de la castellanidad de Álava?

Vieja casa solariega en Ubidea

Vieja casa solariega en Ubidea

Un bonito rincón en Ubidea, con la Incurriña al fondo

Un bonito rincón en Ubidea, con la Incurriña al fondo

Hay a la entrada del pueblo, junto a la carretera, un soberbio ejemplar de las características casas de indianos, como se conocía a los emigrantes que, en la primera mitad del siglo XX, regresaban adinerados tras haber ido a hacer las Américas. A ésta de Ubidea, edificada en ese delicioso estilo que tanto abunda en las riberas del Rin, le llaman el chalé de Arechaga, y es una de las más hermosas que yo he visto.

El chalé de Archega

El chalé de Archega

Y aquí mismo, en una taberna frente a esta casa, me echo al coleto el primer chacolí de la mañana, acompañado claro está de un hermoso pincho de tortilla, tan exquisita como sólo los vascos saben hacerla, y de tantas variedades que resulta casi imposible hartarse de ellas.

Caserón en Ubidea

Caserón en Ubidea

Sólo un poco más allá, a lo largo de esta misma carretera, se arracima toda una pléyade de aldeas, a cuál más bonita: Alzusta, Plaza, Ceánuri, Ibarguen, Villaro, Ugarte, Castillo-Elejabeitia… Y poco importa en realidad cuál escoja uno para visitar, porque casi todas encandilarán al turista por su emplazamiento entre bosques y montañas, el cuidadísimo estilo rústico de sus casas, la abundancia y cuidado de sus floridas macetas o el esmero en su urbanismo. Véase por ejemplo Ceánuri, con sus viejas y nuevas casonas de piedra rodeadas de verdor o rebosantes de carácter.

Chalés en Ceánuri

Chalés en Ceánuri

Ceánuri

Ceánuri

Y es que en casi todos los pueblos de esta región, sobre todo en la parte más genuinamente vasca, se echan de ver, por encima de cualesquiera otros, dos aspectos muy notables: la abundancia de dinero y el buen gusto de sus habitantes. No sólo en el comer son excelsos, sino también en la decoración y la arquitectura. Cierto es que, teniendo cuartos (que diríamos en mi tierra), resulta más fácil levantar o arreglar una casa como Dios manda, pero la relación no es rígida: hay pueblos que ni con dinero son capaces de construir algo decente, y hay quienes que con muy pocos fondos saben rematar algo bonito. Pero sí: es innegable que en el País Vasco hay mucho dinero y no es de extrañar –mal que nos duela su desapego– que la mitad de la población reclame independencia. Al final, la política se reduce a economía.

Ceánuri

Ceánuri

Subiendo por el mismo valle encajonado entre montañas, un poquito más arriba llego a Villaro, uno de mis pueblos favoritos en las cercanías de Vitoria por su armonioso casco urbano y sus tabernas de estilo rústico, herriko inclusive (y luego explicaré esto de herriko).

Plaza de Villaro

Plaza de Villaro

Aparco la moto a la entrada del pueblo y me doy un agradable paseo por sus calles, buscando la sombra. Después, cuando ya he sacado unas cuantas fotos, me cuelo en uno cualquiera de sus bares y, mientras tomo el segundo pincho y vinito del día, leo cuatro pinceladas de la historia.

Plaza y arranque de la calle principal de Villaro

Plaza y arranque de la calle principal de Villaro

En 1338, el entonces Señor de Vizcaya Juan Núñez III de Lara fundó, sobre paraje despoblado, la que bautizó como Villa de Haro en honor a la familia de su esposa, María Díaz de Haro. Como ese paraje se conocía por Arenaza, a veces se le daba de modo informal este nombre a la villa, si bien durante los siete siglos que han transcurrido desde entonces, los vizcaínos (a quien nadie negará su vasquismo) han venido llamándola con su nombre fundacional: Haro (o Villaro). Pero al irrumpir, a finales del siglo XX, la fiebre antiespañola, que azota el panorama social –y sobre todo el político– como una arrasadora epidemia, deciden las nuevas autoridades euskaldunizar la historia por la vía del decreto y, entre otros cientos, promulgan que en lo sucesivo Villaro se ha de llamar Areatza (adaptación al vascuence de la palabra romance Arenaza), nombre que jamás tuvo. Y así esta curiosa historia confirma, de modo inequívoco, algo que tengo ya de sobra observado y dicho: la orweliana intervención del Gobierno vasco en la apariencia de las cosas para, con fines políticos, alterar la percepción de la historia y, creando y acentuando diferencias, sembrar así la disensión entre unos y otros españoles.

Fuerte sentimiento nacionalista en Villaro-Arenaza

Fuerte sentimiento nacionalista en Villaro-Arenaza

Hermoso palacete en la calle de entrada a Villaro

Hermoso palacete en la calle de entrada a Villaro

Acabado el pincho, que enjuago con un excelente chacolí, continúo hasta la siguiente casilla de esta Oca de aldeas, estos pequeños y cercanos municipios que la carretera N-240 parece ensartar como cuentas en un collar. Y esta vez casi no me vale la pena ni abrocharme la hebilla del casco, porque a sólo un quilómetro de Villaro-Areatza está otro pueblo de nombre inventado: Artea, que hasta la reciente “quema de brujas romances” se llamó Castillo y Elejabeitia, si bien en este caso no resulta tan obvio a qué obedece el cambio de nombre, ya que para eliminar su españolidad habría bastado con dejarlo en Elejabeitia.

El incumplimiento de la ley de banderas es sistemático e impune en Vizcaya

Los ayuntamientos de Vizcaya lo tienen muy claro

abertzaletasunaren

Esta falta de disimulo honra a los vascos

Pero con nombres inventados o sin ellos, la gastronomía de Vasconia es una de las mejores de España… si no la mejor. El tercer pincho, con el que doy por concluido mi almuerzo, me lo tomo en esta venta popular de Artea (herri = pueblo).

Una de tantas herriko-tabernas en Vizcaya

Una de tantas herriko-tabernas en Vizcaya

Esto de las herriko-tabernasherriko-ventas o cualquier herriko-local, que tantísimo abundan por aquí, tiene una vinculación directa con el independentismo vasco radical y, en concreto, con ETA (según sentencia judicial, dictada por cierto meses después de tener lugar estas excursiones moteras mías). En efecto, la Justicia considera probado que las herriko-tabernas formaban parte del entramado batasuno, sirviendo a las veces como fuente de financiación, almacenes temporales de armamento y lugares de captación de simpatizantes; es decir, apoyo logístico y apología del terrorismo. Eso dice la Justicia, y yo amén, pues realmente se ven muy aberchales esos bares; pero lo que tampoco puedo negarles es su gran sabor tradicional.

Y con los tres pinchitos contados y sus correspondientes chacolís doy por buena la primera mitad de esta excursión, la de los pueblos de montaña, y ya sin nuevas paradas me voy de un tirón hasta el litoral, desviándome de la N-240 en Lemona para buscar la ría de Mundaga por carreteras locales. Pero esa otra mitad, para que no se alargue mucho este capítulo, la puedes leer en la segunda parte.

Acerca de The Freelander

Viajero, escritor converso, soñador, ermitaño y romántico.
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2 respuestas a Por el muy vascuence corazón de Vizcaya

  1. Julio dijo:

    Muy meritorio el post, escrito con subjetiva objetividad. En todo caso resultan interesantes tanto las pinceladas históricas como los comentarios gastronómicos. Y las fotografías, chapó.

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